Esta mañana pensaba en el Superagente 86, que es como se conoció en América Latina la serie Get Smart. Pensaba en que nadie se atrevería a concederle esos aires proféticos que suelen otorgársele a las obras de Julio Verne o H. G. Wells, y sin embargo en muchos de sus capítulos abunda una práctica, por entonces reservada sólo para los temibles operarios del recontraespionaje, que hoy se ha vuelto de una cotidianeidad abrumadora. Hablo del uso de contraseñas.
En varios episodios, para franquear una puerta y acceder a algún sitio, el agente Maxwell Smart debía consignar una contraseña. Se abría una pequeña ventanita, donde un hombre membrudo de bruscos modales esperaba el santo y seña, Maxwell Smart decía algo incorrecto y la ventanita se cerraba. Eventualmente conseguía ingresar, a veces mediante imprevistos garrotazos o disparos a traición.
Uso el término “contraseña” de modo amplio, en el sentido de palabras, números, construcciones alfanuméricas, que permiten autentificar información o posibilitan el acceso a algún recurso. Y me preguntaba con qué regularidad, cuando Get Smart se puso al aire por primera vez (entre 1965 y 1970), las personas usaban contraseñas. Una caja fuerte o un candado, no se me ocurrió mucho más.
Cuando me desperté, esta mañana, alguien había dejado un mensaje en el contestador automático del teléfono. Para escucharlo, marqué el número y una señorita robótica me pidió que por favor ingresara la contraseña. Fue la primera del día y sólo llevaba despierto dos minutos. Anoté la clave que activa la configuración de mi cuenta de usuario del ordenador. Revisé mis cuentas de correo electrónico y para ello introduje contraseñas. Entré a este blog para aprobar comentarios, vía plataforma de Wordpress, y para eso escribí una contraseña. También escribí contraseñas para acceder a mis cuentas de Facebook y de Twitter, para leer las versiones electrónicas de algunos periódicos, para seguir un debate en un foro de fútbol y para actualizarme de las novedades en un portal de noticias científicas. Ingresé una contraseña para hacer un trámite en mi cuenta bancaria y tuve que reingresarla al cargar mi celular. Antes de salir a la calle, tecleé la clave de activación de la alarma. Pasé por el cajero automático a retirar efectivo. Introduje la clave numérica y luego la clave alfabética. Hice una parada en la farmacia y pagué con tarjeta de débito. Debí ingresar la contraseña y luego presioné la tecla verde. Un momento antes, mientras aguardaba en la fila, había ingresado contraseñas en el iPod.
Y fue entonces cuando se me ocurrió que en una hora había ingresado más contraseñas que muchas personas, contemporáneas al estreno de Get Smart, en todas sus vidas. La observación era trivial, pero no por ello menos pertinente. Necesitamos claves para ingresar a casi todo, y si no “a casi todo”, sí a muchos recursos cotidianos que se nos antojan imprescindibles. Hay cada vez más hombres membrudos de bruscos modales que esperan el santo y seña, que ya están alertados de los imprevistos garrotazos y de los disparos a traición.
Actuamos como temibles operarios del recontraespionaje, aunque más no sea para tontear en Facebook o para pagar los ungüentos en la farmacia. Será que cada época engendra sus héroes, y que a la mayoría de nosotros nos toca el papel de meros mortales. Tan ordinarios, tan triviales, como una clave alfanumérica.
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