Según Proust, el pasado «no solamente no es efímero, sino que no se mueve de su sitio». El sumo sacerdote de la novela francesa necesitó siete volúmenes de texto para recobrar el tiempo perdido. Sus coetáneos, los hermanos Louis y Auguste Lumière, también sufrieron la obsesión de atrapar el instante para congelar el pasado, pero adhiriéndose a la versión de Daguerre, inventor de la fotografía. Tal vez entonces alguien acuñó lo de «una imagen vale más que mil palabras», pero incluso en aquellos días de frenética invención, de esto no consta patente. |
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La gran aportación de los franceses consistió en dos novedades. Primero, combinar los tres colores en una imagen, en lugar de separar el rojo, el verde y el azul en tres soportes. Segundo, incorporar el filtro como un elemento fijo de la placa, que ejerciera la doble función de la exposición y la proyección. Para ello debían reunir los tres colores primarios en un único filtro, no por superposición, sino mezclándolos íntimamente sin que cada uno «manchara» a los otros. Necesitaban una trama microscópica de puntos de color independientes. Para esta ardua tarea, los Lumi_re recurrieron a un poderoso aliado: la patata (papa para los que vivimos en Colombia)
El humilde tubérculo es un saco de granos de almidón, redondos y resistentes, graduables por tamaños con un tamiz y, sobre todo, fáciles de teñir. Los inventores los colorearon de naranja, verde y violeta, para después mezclarlos sobre una placa de cristal, rellenar los huecos con polvo de carbón, y fijar la lámina sobre una emulsión pancromática -sensible a todos los colores-.
Espectacular
El resultado fue espectacular. Cada grano de almidón hacía de filtro sobre una pequeña porción de la emulsión, dejando pasar sólo el color de su pigmento y absorbiendo los demás. Así, al proyectar la fotografía positivada a través del mismo filtro, cada punto impresionado por la luz revelaba únicamente el tono de su diminuto gránulo, el mismo color que, durante la exposición, había emitido una zona concreta del objeto fotografiado. «¡Voilà!»
Gracias a esta trama de minúsculas pinceladas, la hermosa impronta de matices pastel que ofrecían las autocromas fue considerada un arte, próximo a la pintura postimpresionista y al puntillismo. Preciosas y pequeñas vidrieras, pero por desgracia, irrepetibles; no podían copiarse ni positivarse en papel. Debido a esta limitación, en 1935 el nuevo sistema Kodachrome barrió del mercado el producto de los Lumière.
Hoy, un puñado de nostálgicos aficionados que pululan por los ciberforos de fotografía alternativa tratan de recrear la técnica del Autochrome, y varios de ellos confiesan que aún no han logrado reproducir la magia secreta de las miles de autocromas que, aún hoy, se conservan en varios museos en perfecto estado.
Cabría pensar que el Autochrome se perdió para siempre. Y sin embargo … las cámaras digitales llevan, delante de su sensor de luz, una lámina llamada Mosaico Bayer, consistente en una cuadrícula microscópica de puntos rojos, verdes y azules, que actúan como filtros. Tal vez el gran invento de los hermanos Lumi_re no fue otro sino el píxel de almidón. Y quizá Proust tenía razón: el pasado es persistente.
Se cumple el centenario de la comercialización del Autochrome, el sistema tricrómico basado en gránulos de almidón teñidos, inventado por los hermanos Lumière y con el que también experimentó Cajal.
Tomado de:
MZ