La foto que difundió el jueves 23 de mayo de 2019 el alpinista nepalí Nirmal Purja evidencia que las colas en el techo del mundo es un asunto que merece una profunda reflexión que atañe tanto a los aspirantes a coronar el Everest como al Gobierno de Nepal o a las agencias, que viven una época dorada. El Chomolungma (Madre del Universo, en tibetano) registró, hasta ayer, una desaparición y ocho muertes, siete de las cuales se han producido en sólo tres días, coincidiendo con los atascos masivos a la cumbre.
Varias víctimas hollaron el techo del mundo pero
desfallecieron inmediatamente o unos metros más abajo. Sus cuerpos, al
límite, dijeron basta. La tragedia no se ha debido en este caso a
aludes, resbalones o a caídas en grietas. Con toda la prudencia del
mundo y a falta de verificar las primeras informaciones que llegan desde
Nepal, estos últimos decesos responderían a patologías derivadas de la altura.
Edemas, deshidratación, extenuación. Se sospecha que en algunas de
ellas los largos tiempos de espera a más de 8.000 metros habrían
influido en el fatal desenlace.
El Everest, la Madre del Universo, es una víctima más de la
codicia humana. Cada primavera, en el lado nepalí se levanta un
gigantesco campamento base, una suerte de pueblo de altura con más de
1.500 habitantes, entre clientes de las agencias, guías, cocineros,
porteadores... Más arriba se van montado el resto de campos para
preparar el ataque a cima. La basura se va acumulando y las expediciones que periódicamente se organizan para bajar los desechos no logran neutralizar por completo la suciedad.
La tragedia en el Everest responde a un cóctel muy peligroso compuesto en dosis demasiado elevadas de ego, afán de lucro y también de la temeraria inexperiencia de no pocas personas. El uso a tutiplén de oxígeno artificial y la inestimable ayuda de una legión de complacientes sherpas ha
alumbrado la falsa creencia de que, con dinero, todo es posible. Un
convencimiento alimentado por algunas compañías de trekking que apenas
ponen límites a la insensatez, que priorizan
la cuenta de resultados a corto plazo.
la cuenta de resultados a corto plazo.
A más de 8.000 metros, los cambios súbitos del tiempo, los
aludes, los accidentes pueden dar al traste con todos los planes. Por
eso, hay que tener muy bien atado todo lo que se puede prever. Lo
primero, la preparación y la experiencia. El sentido común es un supuesto que no siempre se cumple y por eso se puede ver a personas que eligen el Everest como su primer ochomil.
El Gobierno de Nepal anuncia cada dos por tres medidas que
nunca llega a aplicar para limitar el número de ascensos y minimizar los
riesgos. También se barajó la posibilidad de que antes de ir a por el
Everest se acredite haber subido otra cima de 8.000 metros. Pero las
promesas no se materializan. Las autoridades nepalíes cobran unos 11.000 dólares por cada permiso que
emiten para subir el techo del mundo, a los que cabe sumar otros 9.500 a
repartir entre los integrantes de cada expedición por diferentes
conceptos. China ha aumentado sus tarifas por el lado tibetano a cifras
similares.
Y luego están las agencias que ofertan precios muy dispares.
De 25.000 a 80.000 euros. Nadie quiere renunciar a su propósito. Unos
atan en corto a su gallina de los huevos de oro y otros persiguen al
precio que sea su sueño. Los alpinistas de larga trayectoria lamentan
que algunas compañías acepten a todo tipo de clientes y no disuadan a
los que flaquean de seguir rumbo arriba. La otra lectura es que cada uno
es responsable de sus decisiones.
Una buena noticia llegó ayer. La alpinista francesa Élisabeth Revol,
que fue rescatada el invierno del 2018 tras llegar a la cima del Nanga
Parbat, sufrir severas congelaciones y perder a su compañero de cordada,
coronó el jueves el Everest y ayer el Lhotse.
El Everest sigue ofreciendo múltiples posibilidades
para los montañeros más comprometidos. Vías alejadas de la muchedumbre,
donde no hay ni un alma.