Con las 'fake' no se busca sustituir los hechos por mentiras, sino mermar el juicio con el que tomamos una posición respecto al mundo.
Falsear deliberadamente los hechos no es distintivo de nuestra época. Su uso es tan viejo como los arcana imperii,
concebidos como medios legítimos de ocultación de la “verdad” con un
fin político. Y es algo que no conviene banalizar, pues como sostuvo
Rafael del Águila, “la excepción señala el límite; y el límite está ahí
aunque la excepción no aparezca”. Sin embargo, esta conciencia de un
límite ha desaparecido, y con ella la reflexión sobre los efectos de la
mentira en nuestra percepción del mundo y la democracia.
Lo anticipó Orwell en su distopía 1984 cuando Winston y
Julia, sus protagonistas, hablan sobre las falsificaciones del régimen y
el primero descubre que ella no se escandaliza: “Era como si no
reparase en el abismo que se abría a sus pies cuando las mentiras se
convertían en verdades”. De la pura violación sistemática de los hechos,
dice el autor, acabamos desdeñando la magnitud del problema y
abandonamos el interés por los acontecimientos públicos.
Algo así sucede con las fake news. Con 2.000
millones de usuarios, Facebook es la red social más popular del mundo, y
solo en EE UU un 66% lo utiliza para consumir noticias. Abrazamos un
mecanismo de información rehén de la lógica del negocio digital, pensada
para lucrarse con nuestros datos, pero también para embobarnos durante
el mayor tiempo posible. Es normal: a pesar del enternecedor compromiso
con la verdad de Zuckerberg, él sabe que a más clics más dinero. Por eso
las redes son el coladero perfecto para la propaganda política,
viralizada gracias a las cámaras de eco selladas por algoritmos.
No se busca sustituir los hechos por mentiras, sino mermar el juicio
con el que tomamos una posición respecto al mundo y debilitar la
convicción de que la palabra veraz sostiene la relación pública. Cuando
la farsa sistemática ocupa el centro de nuestra convivencia, aumenta el
poder de los embusteros y disminuye el de quienes saben que, para
cambiar cosas, tienen que convencer a una ciudadanía crecientemente
incrédula. El nuevo poder reside en esa opacidad que nos pretende
digitalmente analfabetos, incapaces de identificar la procedencia de los
bulos o a qué intereses obedecen: las fake son el nuevo opio del pueblo.
Fuente:
El País (España)