Fue Platón el que introdujo el término “retórica” para describir la
capacidad de persuadir a otros, concretamente en el contexto público y
político. La comparaba negativamente con el conocimiento buscado por los
filósofos.
Los pensadores clásicos posteriores, especialmente
Aristóteles, Cicerón y Quintiliano, presentaron varios tratamientos
sistemáticos de la retórica en los que ésta aparecía dividida en tres
clases: deliberativa (o política), enfocada al futuro y que busca
convencer a la gente con fines políticos; forense (o jurídica), enfocada
al pasado y que busca convencer a la gente de los méritos o deméritos
de las acciones de un individuo; y la epideíctica (o demostrativa)
enfocada al presente y que se usa en acontecimientos públicos.
Ninguna
de estas formas de la retórica tiene que ver con la forma en que se
presentaba el conocimiento de los filósofos que, basado en en principios
evidentes por sí mismos, no necesitaba de artificios.
En la Edad
Media la retórica ocupó de forma natural su espacio en las nuevas
universidades y floreció en el Renacimiento cuando humanistas como
Pierre de la Rameé la promocionaban como un arte práctico esencial en la
política, la religión y la ley. Si bien en alguna ocasión alabaron la
utilidad de la elocuencia en alguna ocasión, los filósofos, incluidos
los filósofos naturales, siguieron encontrando la retórica como inferior
al conocimiento que era su objetivo.
En el siglo XVII los fundadores de la Royal Society of London,
expresaron su intención de basarse solo en la experiencia y no en las
capacidades de persuasión de las autoridades en su lema, Nullius in verba, tomado de una cita de Horacio, Nullius addictus iurare in verba magistri,
que podría traducirse como “no me vi obligado a jurar por las palabras
de maestro alguno”. Insistieron explícitamente en la necesidad de
emplear lenguaje llano y sencillo y en evitar los artificios engañosos
de la retórica en las comunicaciones que se hiciesen a la Society.
Hoy día, y continuando esta práctica, los científicos se precian de
decir lo que piensan de la forma menos adornada que sea posible.
A
partir de mediados de los años setenta del siglo XX, sin embargo,
historiadores, filósofos, especialistas en análisis del discurso y en
comunicación, además de teóricos de la literatura, comenzaron a producir
una cantidad de significativa de artículos y libros sobre la retórica
de la ciencia y, en algún momento, fue activa una asociación profesional
en Estados Unidos de especialistas en el asunto.
La aparición de
la retórica de la ciencia se debió a tres cambios en el clima
intelectual centrados en respectivamente en la historia de la ciencia,
la filosofía de la ciencia y las humanidades en general.
En la historia de la ciencia el foco pasó de los mecanismos de funcionamiento de la ciencia a su contexto cultural .
Una de las cosas que descubrieron es que hasta bien entrado el siglo
XIX (y mucho más tiempo en muchos países) los filósofos naturales y los
científicos, como personas educadas que eran, aprendieron los preceptos
de la retórica de Quintiliano y Cicerón, entre otros, como parte de su
formación general.
En la filosofía de la ciencia muchos académicos, impresionados por los argumentos de Duhem, decidieron
que las teorías científicas no podían ser declaradas verdaderas o
falsas basándose en la experiencia. De aquí dedujeron que, dada la
inevitable falta de adecuación de las pruebas, los científicos tenían
que tener otras razones para dar el salto a la creencia o tener
otras tácticas para hacer que otros dieran el salto también. Algunos
filósofos han explorado la posibilidad de que sea la retórica la que
permita dar ese salto.
En
las humanidades en general muchos intelectuales han adoptado la
posición “lingüística”, lo que viene a ser creer que el lenguaje da
forma de tal manera a nuestra visión del mundo que no podemos ir más
allá de él. Consideran ingenua la creencia confiada de los científicos
de que el lenguaje simplemente denota hechos del mundo real. El lenguaje
construye, constituye o crea el mundo. Para estos intelectuales
demostrar que esta generalización aplica incluso al lenguaje científico
es un espléndido proyecto (no parece importarles mucho que sea
incoherente por ser auto-referente).
A la vez que se daban estas tendencias intelectuales las exigencias académicas del sistema universitario estadounidense
empujan a los profesores a enseñar y escribir sobre la retórica de la
ciencia. Encontraron que era algo muy práctico para hacer atractivos los
cursos de humanidades para los estudiantes de ciencias, para cumplir
con las directrices curriculares que obligaban a enseñar cómo escribir y
para argumentar la necesidad de cursos obligatorios que aumentasen la
matriculación en los departamentos de humanidades.
A partir de
finales de siglo los estudios de la retórica de la ciencia tratan todo
tipo de cuestiones, basten algunas para ilustrar esta variedad: las
actitudes hacia el lenguaje entre los miembros de la Royal Society; el
lenguaje como “tecnología literaria”; el uso de elegías de los miembros
difuntos de la Académie des Sciences de París para crear una imagen
pública del carácter científico; la retórica como autopersuasión en los
cuadernos de Darwin; la estructura del artículo científico moderno;
disparidades entre las narraciones del descubrimiento de la doble hélice
entre la publicación original de Watson y Crick y la autobiografía de
Watson; el método científico como retórica, etc., etc.
Muchos de
estos textos tienen poco que ver, sin embargo, con la retórica en el
sentido clásico. Por el contrario, son posicionamientos en los debates
entre la ciencia y el relativismo, en las llamadas Science Wars.
Los no relativistas no tienen inconveniente en aceptar el argumento de
que la persuasión tiene un lugar en la ciencia como lo tiene en la
política, ya que los científicos saben que tienen que presentar sus
descubrimientos de la forma más convincente posible si quieren que sus
pares los acepten. Eso sí, no aceptan en absoluto que la ciencia sea
retórica. Los relativistas, sin embargo, insisten en que los propios
“hechos” están consensuados, construidos y establecidos por la
persuasión. Para los relativistas los afanes de la ciencia se reducen a
una serie de batallas retóricas.
Este post ha sido realizado por César Tomé López (@EDocet) y es una colaboración de Naukas con la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU.
Fuente:
Cultura Científica