La cara del pequeño y rubísimo Tom es un poema. Su padre, Tobías
Holmqvist, está a punto de cruzar la puerta de casa y de marcharse al
trabajo. A sus dos años y medio, este acontecimiento cotidiano corre el
riesgo de convertirse en drama en cuestión de segundos. Holmqvist se
toma su tiempo y con suaves palabras evita el estallido. Al fin y al
cabo, no tiene por qué agobiarse. Su jefe no le va a controlar si llega
cinco minutos o media hora más tarde al trabajo. Porque el jefe de
Holmqvist no le dice cuándo tiene que entrar ni salir. Ni si tiene que
trabajar en la oficina o si puede hacerlo en su casa después de acostar a
los niños. Le exige simplemente que haga bien su trabajo y que lo
entregue a tiempo. De momento, Holmqvist cumple con los objetivos que le
marca la empresa de tecnología espacial en la que trabaja. Esta forma
de organizarse no es ninguna excepción en Suecia. Aquí, salir pronto de
la oficina, la flexibilidad horaria y el teletrabajo son la norma.
Son las ocho de la mañana, y Holmqvist se dirige ya al metro que le
llevará hasta su oficina, en la otra punta de Estocolmo. Hoy es un día
especialmente caluroso. Por lo demás, se trata de un día cualquiera en
la vida de un trabajador sueco cualquiera. La normalidad en la que
habita Holmqvist es, sin embargo, marciana en muchos aspectos para el trabajador español medio, atrapado en la cultura del presencialismo, según la cual, cuantas más horas pasas en la oficina, mejor trabajador se supone que eres.
Aquí por el contrario, no se lleva quedarse a trabajar hasta tarde y mucho menos calentar la silla, estar para figurar. Es más, en Suecia, como en buena parte de los países europeos, quedarse en la oficina después de las cinco de la tarde está mal visto.
Lejos de generar admiración, es síntoma inequívoco de ineficiencia y de
falta de responsabilidad con la familia y con la sociedad. Porque aquí,
criar a ciudadanos sanos es un deber cívico a la altura de pagar
impuestos.
“Trabajo 40 horas a la semana y cuando tengo mucha carga de trabajo
hasta 50, pero mi horario es completamente flexible. Si no tuviera esta
libertad, no trabajaría aquí”, sentencia Holmqvist, que a sus 37 años
dice no estar dispuesto a perderse una tarde con Tom y con Hugo –su
segundo hijo de nueve semanas- por nada del mundo. Marie, su mujer, es
reumatóloga y disfruta ahora de su permiso de maternidad.
Él calcula que pasa en la oficina unas 30 o 35 horas a la semana. El
resto, lo hace desde casa. “Si tengo asuntos pendientes, trabajo por las
noches. Pero si no, no hago nada”. Hay días que ni siquiera va a la
oficina. “No me compensa ir y volver si no tengo alguna reunión”,
explica este economista de clase media que, como tantos suecos, masca
tabaco y es aficionado al fútbol. Los días que sí va, sale en torno a
las cinco de la tarde.
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El País