En la época victoriana, la exploración de las regiones tropicales en busca de nuevas especies de animales y de plantas vivió una edad dorada. Esta es la historia del descubrimiento del nenúfar más grande del mundo, de cómo se consiguió que floreciera en Europa por primera vez y de cómo inspiró el mayor templo de la ciencia y el progreso que el hombre había visto hasta entonces.
En el mundillo de los chascarrillos biológicos hay una serie de clichés gráficos que, a poco que busquemos, veremos repetidos hasta la saciedad. Uno de los ejemplos favoritos de un amigo mío es el del tiburón-ballena, el pez más grande del mundo, que para mostrarlo a escala a menudo es reproducido en libros o en internet junto a un buzo. Mi amigo suele bromear diciendo que esos buzos se han convertido ya en un apéndice del animal, y que ningún tiburón-ballena está completo sin él. Otro ejemplo de estos clichés es la imagen de un niño pequeño plácidamente (casi mágicamente) posado sobre la inmensa hoja flotante del nenúfar gigante de nombre científico Victoria amazonica. El origen de esta imagen tópica se remonta a mediados del siglo XIX, cuando una parte de la sociedad inglesa, empezando por la reina y acabando en los jardineros, estaba totalmente asombrada por esta planta que sólo un puñado de personas había visto fuera de la selva.
La verdad es que no es para menos, ya que Victoria amazonica es una planta con muchos motivos para asombrarnos. Sus hojas, que pueden crecer a un ritmo de varios centímetros al día, llegan a alcanzar hasta los dos metros y medio de diámetro, una auténtica isla improvisada en los cauces fluviales sudamericanos, plataforma y refugio de aves acuáticas y parasol de toda la fauna sumergida. Sus espectaculares flores (¡de hasta 40 cm de diámetro!) solo se abren durante dos noches consecutivas y atraen con su agradable fragancia a piña y con el calor producido por sus propios tejidos a los escarabajos que se encargarán de polinizarla. En la primera noche las flores son de color blanco y solo están receptivos los órganos femeninos. Los escarabajos llegan cargados de polen de otras flores y normalmente se quedan encerrados en la flor cuando ésta se cierra al amanecer, pasando el día polinizándola. En su segundo atardecer, la flor de Victoria vuelve a abrirse, esta vez mostrando un color rosado y ya produciendo activamente su propio polen, que será dispersado durante esa segunda noche. Al llegar el último de sus amaneceres, la flor se cierra definitivamente y se hunde de nuevo en el agua, donde madurarán las semillas.
La descripción botánica de esta planta se resistió unas cuantas décadas más de lo esperado. Posiblemente su primer descubridor europeo fue el botánico de origen checoTadeo Haenke, “contratado” por el gobierno español para explorar la flora de las Indias (se unió a la Expedición Malaspina, por ejemplo). En 1801, durante uno de sus viajes por los ríos bolivianos, registró una flor tan rara y hermosa “que le hizo caer de rodillas de la admiración”, sin embargo murió antes de describir oficialmente la especie. Aimé Bonpland, el compañero de Alexander von Humboldt, descubrió también esta planta en 1819, tras instalarse en Argentina, pero parece que tampoco en esta ocasión se formalizó el hallazgo. A la tercera va la vencida: en 1832, Eduard Poeppig la recolectó en el Amazonas y publicó su descripción.
En una época en la que la exploración botánica hacía furor y en la que cada nueva especie descubierta en los trópicos era examinada en busca de posibles usos económicos, una joya como esta captó inmediatamente el interés de los botánicos europeos y más concretamente del centro neurálgico de la botánica mundial del momento: Los Kew Gardens, en las afueras de Londres. Allí llegaban constantemente, de lugares tan remotos como Australia, India o Tierra del Fuego, plantas aún desconocidas para la ciencia que eran descritas y conservadas en herbarios, plantas cuyas semillas se intentaban cultivar en los jardines ingleses. Por aquel entonces, la botánica era una fuente de innovación con un impacto social como podría ser hoy la nanotecnología, una ciencia que aportó descubrimientos que, como el caucho o la quinina, cambiarían el mundo. La fascinación que produjo algo tan exótico como el nenúfar gigante del Amazonas se ve reflejado en el nombre genérico definitivo que recibió: el de la mismísima reina Victoria; una planta solo digna de la realeza inglesa. Ahí es nada.
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