Lea:
El Gobierno está generando y manteniendo una serie de normas que dificultan y desincentivan la inversión privada en educación.
La calidad de nuestra educación en
todos sus niveles es uno de los principales problemas que tiene el país.
De hecho, tanto en el caso de la educación escolar, como en el de la
superior, abundan los indicadores que nos colocan de lleno en el Tercer
Mundo.
Demás está decir que este problema aminora anualmente, de mil y un maneras, nuestro crecimiento y, por tanto, la generación de las oportunidades con las que se disminuye la pobreza. Como bien recordaba hace un tiempo el decano de la Facultad de Economía de la Universidad del Pacífico, Gustavo Yamada, el 50% de las empresas grandes del país declara tener dificultades para contratar mano de obra calificada. Un porcentaje que solo es esperable que aumente conforme nuestra economía siga sofisticándose –hasta donde pueda, al menos– sin que vaya acompañada por una paralela mejora de la educación. Recordemos que según la Encuesta Nacional de Hogares (Enaho) solo entre el 2004 y el 2012 la demanda por trabajadores calificados con educación superior se incrementó en 40%.
Por otro lado, es también evidente que esta situación tiene un alto costo a nivel de las oportunidades que el sistema pueda generar con la mayor independencia posible del origen socioeconómico de cada cual. Las posibilidades de agregar valor a la cadena productiva (y, por lo tanto, de generar riqueza para sí mismos) que tienen los jóvenes que salen del colegio sin poder comprender lo que leen o realizar operaciones básicas de matemática están limitadas de arranque.
Así las cosas, es preocupante que el Gobierno esté generando y manteniendo una serie de normas que dificultan y desincentivan la inversión privada en educación y, por lo tanto, las posibilidades de que la competencia vaya empujando por mejores calidades en los diferentes nichos de precios del mercado educativo. Sobre todo, habida cuenta de que a la fecha el mismo Gobierno no muestra resultados en el intento por lograr que la educación estatal de cualquier tipo tenga un mejor nivel que el de las instituciones privadas de pobre calidad que –se supone– todas las aludidas regulaciones buscan combatir.
En el caso de las escuelas, por ejemplo, se ha dado una norma que impide a los colegios suspender o dejar de tomar exámenes a los alumnos cuyos padres no paguen sus pensiones, lo que de facto ha convertido a las escuelas privadas en financistas de muchos padres avispados, incrementando los riesgos del negocio de la educación. Por otro lado, se ha prohibido a los colegios “discriminar” por exámenes de ingreso, forzándolos más bien a seleccionar a sus alumnos solo en base a criterios como su lugar de residencia o parientes ex alumnos, con lo que niños con diferentes necesidades académicas tienen que acabar siendo agrupados bajo el mismo modelo educativo. Finalmente, y por solo citar un tercer ejemplo significativo, no se ha hecho nada por cambiar la fórmula según la cual es el Estado el que manda las materias y horas que cada colegio podrá impartir, impidiendo así el surgimiento y la competencia de diferentes diseños educativos.
A nivel de los institutos de educación técnica superior, por su parte, tenemos unos corsés que hacen sumamente difíciles la inversión, los cambios y la adaptación del sector a las necesidades del mercado. Puede sorprender, por ejemplo, que pese a la enorme demanda que hay para técnicos en industria y minería (cuyos sueldos promedio superan los US$2.000 mensuales) solo se gradúe en estudios relacionados con estos sectores el 20% de los alumnos de nuestros 401 institutos superiores privados. Pero ya va resultando menos extraño cuando uno ve que sacar la aprobación para desarrollar una nueva carrera le cuesta a un instituto alrededor de 2 años. Y que cada vez que una de estas instituciones quiere dictar una carrera para la que ya tiene permiso en una región nueva, tiene que pasar por todos los permisos necesarios para fundar un nuevo instituto. Y eso, por solo nombrar dos ejemplos de un sector que está atiborrado de regulaciones insensatas
Finalmente está el caso de las universidades, donde el oficialismo no encontró mejor manera de combatir el problema de la calidad que prohibiendo la creación de nuevas universidades –y por lo tanto, de más competencia– por cinco años; y donde avanza en el Congreso un proyecto de ley universitaria que pondrá en manos del Gobierno decidir cosas como los títulos que deberán de tener los profesores de cada universidad, la manera en que estos deberán ser adquiridos, el tipo de infraestructura que deberá poseer cada centro y, en general, lo que pueda mandar una poderosa superintendencia ad hoc que se crea en la ley. El supuesto implícito, desde luego, es que a la hora de decidir sobre las universidades privadas –que así serán uniformizadas– la burocracia sabrá hacer mucho mejor que lo que ha hecho con nuestras universidades públicas.
Es, en fin, por lo menos contradictorio que un Gobierno que ha tenido el tino de confiar en el poder de la libertad y el emprendimiento individual a fin de mantener creciendo, para bien de todos, el edificio de la economía, esté yendo en una dirección tan opuesta a la hora de ocuparse de que este no acabe encontrando en el problema de nuestra educación su cruel tope y frustración.
Demás está decir que este problema aminora anualmente, de mil y un maneras, nuestro crecimiento y, por tanto, la generación de las oportunidades con las que se disminuye la pobreza. Como bien recordaba hace un tiempo el decano de la Facultad de Economía de la Universidad del Pacífico, Gustavo Yamada, el 50% de las empresas grandes del país declara tener dificultades para contratar mano de obra calificada. Un porcentaje que solo es esperable que aumente conforme nuestra economía siga sofisticándose –hasta donde pueda, al menos– sin que vaya acompañada por una paralela mejora de la educación. Recordemos que según la Encuesta Nacional de Hogares (Enaho) solo entre el 2004 y el 2012 la demanda por trabajadores calificados con educación superior se incrementó en 40%.
Por otro lado, es también evidente que esta situación tiene un alto costo a nivel de las oportunidades que el sistema pueda generar con la mayor independencia posible del origen socioeconómico de cada cual. Las posibilidades de agregar valor a la cadena productiva (y, por lo tanto, de generar riqueza para sí mismos) que tienen los jóvenes que salen del colegio sin poder comprender lo que leen o realizar operaciones básicas de matemática están limitadas de arranque.
Así las cosas, es preocupante que el Gobierno esté generando y manteniendo una serie de normas que dificultan y desincentivan la inversión privada en educación y, por lo tanto, las posibilidades de que la competencia vaya empujando por mejores calidades en los diferentes nichos de precios del mercado educativo. Sobre todo, habida cuenta de que a la fecha el mismo Gobierno no muestra resultados en el intento por lograr que la educación estatal de cualquier tipo tenga un mejor nivel que el de las instituciones privadas de pobre calidad que –se supone– todas las aludidas regulaciones buscan combatir.
En el caso de las escuelas, por ejemplo, se ha dado una norma que impide a los colegios suspender o dejar de tomar exámenes a los alumnos cuyos padres no paguen sus pensiones, lo que de facto ha convertido a las escuelas privadas en financistas de muchos padres avispados, incrementando los riesgos del negocio de la educación. Por otro lado, se ha prohibido a los colegios “discriminar” por exámenes de ingreso, forzándolos más bien a seleccionar a sus alumnos solo en base a criterios como su lugar de residencia o parientes ex alumnos, con lo que niños con diferentes necesidades académicas tienen que acabar siendo agrupados bajo el mismo modelo educativo. Finalmente, y por solo citar un tercer ejemplo significativo, no se ha hecho nada por cambiar la fórmula según la cual es el Estado el que manda las materias y horas que cada colegio podrá impartir, impidiendo así el surgimiento y la competencia de diferentes diseños educativos.
A nivel de los institutos de educación técnica superior, por su parte, tenemos unos corsés que hacen sumamente difíciles la inversión, los cambios y la adaptación del sector a las necesidades del mercado. Puede sorprender, por ejemplo, que pese a la enorme demanda que hay para técnicos en industria y minería (cuyos sueldos promedio superan los US$2.000 mensuales) solo se gradúe en estudios relacionados con estos sectores el 20% de los alumnos de nuestros 401 institutos superiores privados. Pero ya va resultando menos extraño cuando uno ve que sacar la aprobación para desarrollar una nueva carrera le cuesta a un instituto alrededor de 2 años. Y que cada vez que una de estas instituciones quiere dictar una carrera para la que ya tiene permiso en una región nueva, tiene que pasar por todos los permisos necesarios para fundar un nuevo instituto. Y eso, por solo nombrar dos ejemplos de un sector que está atiborrado de regulaciones insensatas
Finalmente está el caso de las universidades, donde el oficialismo no encontró mejor manera de combatir el problema de la calidad que prohibiendo la creación de nuevas universidades –y por lo tanto, de más competencia– por cinco años; y donde avanza en el Congreso un proyecto de ley universitaria que pondrá en manos del Gobierno decidir cosas como los títulos que deberán de tener los profesores de cada universidad, la manera en que estos deberán ser adquiridos, el tipo de infraestructura que deberá poseer cada centro y, en general, lo que pueda mandar una poderosa superintendencia ad hoc que se crea en la ley. El supuesto implícito, desde luego, es que a la hora de decidir sobre las universidades privadas –que así serán uniformizadas– la burocracia sabrá hacer mucho mejor que lo que ha hecho con nuestras universidades públicas.
Es, en fin, por lo menos contradictorio que un Gobierno que ha tenido el tino de confiar en el poder de la libertad y el emprendimiento individual a fin de mantener creciendo, para bien de todos, el edificio de la economía, esté yendo en una dirección tan opuesta a la hora de ocuparse de que este no acabe encontrando en el problema de nuestra educación su cruel tope y frustración.
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