En el cielo estaban de rebajas, y el último traje de color añil se lo llevó, por beato, el reverendo Billy, que desde entonces lo luce sin mancha en el asfalto de Manhattan, aleluya, intentando redimir de sus pecados a las hordas consumistas, que no dan crédito a sus ojos cuando lo ven, tan rubio y tan celestial, aleluya, que parece iluminado por el espíritu santo.
En los altares de Disney y de McDonald's, de Starbucks y de Victoria's Secret lo temen sin embargo como al diablo, incendiado cuando entra en trance anticonsumista, arropado por un séquito de apóstoles o apóstatas -según se mire-, que se hacen llamar la Iglesia de Parar las Compras y predican la inminente llegada del shopocalipsis (el apocalipsis de las compras).
"¿Es este el momento final de la historia?", pregunta el reverendo Billy . "Sí... El Rapto del Consumo Final está cerca. Los consumidores fundamentalistas acuden en tropel al Purgatorio de la Eterna Conveniencia, donde hay cadenas de tiendas por encima de las nubes, y donde te piden una tarjeta de crédito para respirar."
El sermón contra las compras forma parte de ese gran teatro de la calle, bajo las luminarias de Times Square o en las penumbras del East Village, la patria chica de este actor con ínfulas de predicador que antes respondía al nombre de Bill Talen y que ahora ejerce como reverendo Billy a tiempo completo.
El collarín y el tupé, como una doble aureola de santo, se los quita sólo para dormir. Despertó para la causa en el aquelarre de Seattle, 1999, donde bebió de las fuentes de José Bové y otros profetas antiglobalización. Fue candidato por el Partido Verde a la alcaldía de Nueva York y en los últimos dos años ha ejercido como profeta a la sombra (blanca) del movimiento Occupy, con sus encendidos sermones en el púlpito de Wall Street...
"La persona a la que llamamos Padre nos ha jodido. La Religión ha convertido el amor en odio. Los Grandes Bancos se han apoderado de nuestras casas y están matando nuestro clima. Los políticos han reemplazado los votos por dólares... Y en estos misteriosos rascacielos, los dueños del universo elaboran complejas ecuaciones matemáticas para concentrar toda la riqueza del mundo en unas pocas manos. ¡Aleluya!".
Lo cierto es que la fe o la herejía la lleva Bill Talen en las venas desde que vino al mundo en Rochester (Minnesota), donde creció en los rigores del calvinismo de raíces holandesas. Ora et labora... Su padre, banquero republicano, pasó media vida esperando a que el chaval hiciera algo de provecho. Pero el joven actor recaló en Nueva York, tardíos los 90, cuando el alcalde Giuliani atacó con su tolerancia cero y el único pecado consentido era consumir.
El milagro de Seattle lo transformó hasta tal punto que Bill decidió confesarse ante el ministro Sydney Lanier, de la Iglesia Episcopaliana."Llevas dentro de ti un predicador calvinista", le dijo, "y tienes que hacer lo posible para sacarlo fuera." No tardó en comprarse el susodicho traje blanco, y en la bóveda del cielo creyó escuchar una voz que le decía: "¡Habítalo!" (el traje blanco, se entiende).
Sus primeros sermones fueron ante los McDonald's y las tiendas Disney, adonde llegaba en procesión con un Micky Mouse crucificado: "¡Oh, Dios del Gran Mercado, libera a los niños indefensos de tu tiranía!". Tras denunciar implacablemente la explotación infantil, cambió de objetivo y de letanía. Proliferaron como esporas los Starbucks, y el reverendo Billy chupaba las cafeteras al grito de "¡Lameluya!" y montaba el cristo a la hora de la merienda: "Todo esto es un espejismo. Starbucks miente sobre las condiciones de sus trabajadores y obliga a echar el cierre a sus modestos competidores".
De ahí pasó a Victoria's Secret; en el Soho protagonizó otro de sus números, entre ligueros y sujetadores: "Un millón de catálogos al día, señores. ¿Saben quién paga por estos modelitos? El bosque boreal de Canadá...Apúntense a la Iglesia de Parar las Compras y no contribuyan a la tala indiscriminada de miles de árboles. Amén". Cuando los dependientes le decían que se fuera, el reverendo Billy replicaba: "Esto no es una protesta, sino un ritual de conciencia compradora".
En una decena de ocasiones, él y sus discípulos acabaron en la cárcel por alteración del orden público. La más sonada, en diciembre del 2005, cuando se colaron en Disneylandia y montaron el espectáculo ante las narices de Mickey y Goofy. La más reciente, en Union de Square, en Nueva York, por bendecir al millar de ciclistas que los últimos viernes de cada mes reclaman el derecho a circular por la ciudad a lomos de dos ruedas.
En el púlpito callejero de Astor Place o en la Iglesia de St. Marks -la misma donde resuena aún el eco de Allen Ginsberg-, el reverendo Billy y su Coro de Parar las Compras saltan a ritmo de gospel: "Bienaventurados sean los que confunden consumismo y libertad, porque algún día descubrirán la diferencia... Bienaventurados los anunciantes y los famosos, porque algún día descansarán en la honestidad".
En vez de comulgar, los fieles hacen cola en la iglesia para prometer que nunca más se tomarán un capuchino en Starbucks ni comprarán un picardías en Victoria's Secret: "Oh Dios, perdónalos, porque no sabían lo que hacían... El producto los necesita, pero ellos no necesitan el producto. ¡Changeluya!". Y con esa bendición tan suya queda consumado el cambio de vida del ex consumista, que no sabe si persignarse ante el reverendo o si llamar directamente a la ambulancia, tal es el verismo de su trance religioso.
Con la llegada del buen tiempo, el predicador reemprenderá su sonado Tour del Shopocalipsis. Hace unos años, se presentó en el Mall de América, el mayor centro comercial del mundo, y allí se dedicó a exorcizar a las cajeras y a tratar de disuadir a los felices compradores: "¡Nadie podrá escapar al fuego del Apocalipsis de las Compras!".
Por el camino, como si fuesen biblias, reparte ejemplares de su libro "¿Qué compraría Jesús?", llevado al cine por Rob van Alkemade. Aunque fue una española, Lucía Palacios, la primera en seguir los pasos del ya celebérrimo predicador, el mesías posreligioso que firma autógrafos a dos manos y hace esfuerzos milagrosos para que la fama no corrompa su mensaje ni acabe manchándole los trajes, el añil y el blanco, conseguidos a precios de saldo en las rebajas celestiales. ¿Aleluya!
Fuente:
El Mundo Ciencia