En estos tiempos de globalización, parece que resurge con más fuerza la necesidad de conservar nuestras parcelas culturales.
Las fronteras cada vez son más difusas, los productos culturales cada
vez son más mestizos… sin embargo, nos aferramos a la bandera de nuestra
patria emocional, nuestra ciudad e incluso nuestro barrio con más
pasión que nunca, acaso experimentar que aún somos algo diferente y
exclusivo al resto de la humanidad.
Una inclinación que incluso se refleja en el turismo, como podéis leer en Viajeros
egocéntricos: lo inútil de quejarse del número de turistas que visitan
un lugar virginal o un rinconcito que solo queremos para nosotros.
Sin embargo, esta tendencia que parece ser innata hacia el
aislamiento o el rechazo a lo “extranjero”, si bien resultaba necesaria
entre nuestros antepasados para evitar el exterminio (pertenecer a un
grupo de cazadores-recolectores de condenaba a estar enfrentado al resto
de grupos, tal y como os explicaba hace poco), esta tendencia, digo, resulta un obstáculo en el mundo actual.
Sobre todo porque los investigadores están descubriendo que el
intercambio (de bienes, de ideas, de culturas, etc.) es el mayor motor
histórico del progreso en el campo de la innovación, la economía, las
costumbres e incluso la propia estructura que sustenta la sociedad. Si
antes del desarrollo de las telecomunicaciones (las que permiten que
copiemos modelos anglosajones, que a su vez copian modelos asiáticos,
etc.) el progreso resultó tan agónicamente lento fue precisamente por la naturaleza fracturable de la cultura humana, tal y como refiere Matt Ridley en su libro El optimista racional:
Los seres humanos tienen una profunda capacidad de aislamiento, pueden fragmentarse en grupos divergentes. En Nueva Guinea, por ejemplo, hay más de 800 lenguas, algunas hablabas en áreas de unos cuantos kilómetros, que, sin embargo, son tan incomprensibles para los vecinos como el francés o el inglés. Aún hay siete mil lenguas que se hablan en la Tierra, y las personas que hablan cada una de ellas son notablemente resistentes a tomar prestadas palabras, tradiciones, rituales o gustos de sus vecinos.
La endogamia no es positiva a nivel biológico, pero tampoco lo es a
nivel cultural. El pedigrí es un retraso. Lo intocable, un lastre. El miedo agorafóbico a lo diferente o lo extranjero, una segura condena al ostracismo.
Y, a pesar de la tecnología de las telecomunicaciones, persistimos en
el aislamiento y la exclusividad. Nuestras tradiciones son
emocionalmente positivas, y también aglutinan las sociedades, pero un
exceso de tradiciones nos convierten en elementos aislados del mundo. En
momias. Y no importa que seamos, por ejemplo, usuarios de Twitter.
Hasta el punto de que en su estudio de la Universidad Carnegie Mellon (EEUU) llevado a cabo por Jacob Eisenstein
y sus colegas, se examinaron 380.000 mensajes de Twitter enviados desde
Estados Unidos durante una semana en marzo de 2010. En total,
examinaron 4,5 millones de palabras. Los localismos de los mensajes les revelaron desde dónde escribían los mensajes.
Así son las cosas. A pesar de que toda la evidencia
al respecto indica que el intercambio cultural es lo que provoca que
una sociedad prospere en todos los sentidos, los individuos se esfuerzan
denodadamente en hacer todo lo posible por sustraerse del flujo libre
de ideas, tecnologías y hábitos, limitando así el impacto de la
especialización y el intercambio.
O tal y como señala Matt Ridley en El optimista racional:
En las dos horas desde que me levanté de la cama, me bañé con agua calentada por la compañía de gas North Sea, me afeité usando una maquinilla estadounidense con electricidad producida por carbón británico, comí una rebanada de pan hecha de trigo francés, untada con mantequilla neozelandesa y mermelada española, después me hice una taza de té utilizando hojas cultivadas en Sri Lanka, me vestí con ropas de algodón de la India y lana de Australia, con zapatos de cuero chino y goma malaya, y leí un periódico hecho de pulpa de celulosa finlandesa y tinta china. Ahora estoy sentado frente a un escritorio escribiendo en un teclado de plástico tailandés (que probablemente comenzó su vida en un pozo petrolero árabe) para poder mover electrones a través de un chip de silicio coreano y algunos cables de cobre chileno.
Otros, por el contrario, prefieren vivir sin esta clase de contaminación. No ya en una isla, sino en una isla en un lago de una isla en un lago de una isla (un lugar que existe de verdad, no es broma).
Tomado de:
Conocer Ciencia: ciencia sencilla, ciencia divertida, ciencia fascinante...