El biólogo de Harvard Richard Lewontin se refirió irónicamente a esta evolución con estas palabras: “Un
día el cerebro fue una centralita telefónica, luego un holograma, luego
una computadora digital elemental, luego una computadora de
procesamiento paralelo y ahora es una computadora de procesamiento
distribuido.”
Y es que, a medida que penetramos en el cerebro, descubrimos que ni funciona como si estuviera provista de cables y palancas, ni tampoco mediante simples códigos binarios de ordenador. Porque el cerebro no es software ni tampoco hardware. Es wetware. Es una jungla darwiniana, tal y como lo describió el Nobel de Biología Gerald Edelman: conjuntos de neuronas compiten unos con otros por el predominio a la hora de responder a los estímulos del entorno:
El cerebro no es, en modo alguno, una máquina que recibe instrucciones, como un ordenador. El cerebro de cada ser individual es más bien como una selva tropical en la que abundan el crecimiento, la decadencia, la competición, la diversidad y la selección.
El cerebro es un ecosistema que se transforma continuamente a sí
mismo, respondiendo al cambio del entorno, por ello hay casos de
personas a las que se les debe extirpar el hemisferio derecho del
cerebro, pero continúa su vida con relativa normalidad, como el caso de Christina Santhouse, estudiante de Pensilvania, que incluso se graduó con honores en el instituto y ha acabado yendo a la universidad: su hemisferio izquierdo fue capaz de asumir todo el trabajo.
Thomas Armstrong aporta otro ejemplo en su libro El poder de la neurodiversidad:
existe una forma de demencia que destruye las áreas anteriores (de la parte delantera) del cerebro, y los pacientes con este trastorno pierden la capacidad de hablar; sin embargo, las áreas posteriores de cerebro son capaces de funcionar con una mayor capacidad para compensar, provocando a veces un torrente de creatividad en el arte o la música.
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