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17 de febrero de 2012

Un kilo ya no pesa mil gramos


Puede parecer absurdo, pero no lo es en absoluto. Y es que el kilogramo patrón, el cilindro de platino e iridio que constituye desde 1889 el prototipo internacional por el que se define el kilogramo y que “marca el peso” a todos los kilogramos del mundo, ha experimentado variaciones en su masa del orden de 50 microgramos a lo largo de los últimos cien años, debido a la abrasión y al acrecimiento de contaminantes atmosféricos. Así que la cuestión ya no es que “no pesan los kilos, pesan los años”, sino que no pesan los kilos según pasan los años. Y lo más grave no es que el prototipo internacional no sea totalmente estable a largo plazo, sino que la magnitud de estos cambios no se puede conocer con exactitud, al no haber una referencia exacta con la que compararlo. ¿Cómo va a haberla si “él” es la referencia única?

Por esa razón, desde hace ya varios años, y cansados de estar “pendiendo de un kilo”, los institutos de metrología –disciplina encargada de los sistemas de medidas– de medio mundo se afanan en dar con una definición del kilogramo más acorde con los tiempos que corren. El objetivo es desarrollar un experimento que pueda ser reproducido por cualquier laboratorio del mundo que disponga del equipo adecuado, y que defina la unidad de masa en función de constantes atómicas y/o fundamentales –que son valores inmutables–, a imagen y semejanza de cómo son definidas las otras seis unidades fundamentales del Sistema Internacional –por ejemplo, el metro se define como la distancia que recorre la luz en el vacío 1/29.9792.458 de segundo–. Y con una precisión igual o mayor que la del patrón actual; esto es, con un grado de incertidumbre menor que 0,05 partes por millón.

Para lograrlo, hay dos formas de enfocar el reto. Una de ellas pretende definir el kilogramo en función de la masa atómica, y la otra, en función de la constante de Planck.
En la actualidad, hay cuatro procedimientos principales –dos por línea– sobre los que se está trabajando en distintos laboratorios. Cuatro opciones de gran complejidad práctica, debido a que exigen realizar una serie de mediciones con la mayor precisión, pero que, dejando a un lado toda la parafernalia tecnológica que implican, tienen planteamientos sencillos como punto de partida.

Es la bola de cristal

Si todos los átomos de un isótopo de un elemento pesan exactamente lo mismo, si su masa atómica es un valor constante e inmutable, entonces, ¿por qué no definir el kilogramo como la masa de “tropecientos” millones de átomos (del orden de 1026)? Esta es la idea motriz de los procedimientos que pretenden ligar el kilogramo con la masa atómica. El problema reside en que, por una cuestión de tamaño, los átomos no se pueden contar de manera directa tal que: un átomo, dos átomos, tres átomos…, por lo que hay que recurrir a métodos indirectos con el fin de determinar su número. Y ahí está el quid de la cuestión, en desarrollar un método que permita saber con la suficiente precisión cuántos átomos hay en una muestra.

En la “aproximación de la esfera de silicio”, se ha optado por contar el número de átomos de silicio presentes en una esfera cristalina de este material, de un kilogramo. ¿Cómo? Básicamente, mediante técnicas de interferometría óptica y rayos X se mide el volumen que ocupa un átomo; a continuación, se fabrica una esfera cristalina y se mide su volumen, de tal modo que, a partir de la relación entre volumen de la esfera y volumen del átomo, se puede deducir el número de átomos presentes. Un método que plantea enormes dificultades prácticas, como la fabricación de esferas cristalinas casi totalmente perfectas. Hasta el punto de que, si se llevasen las actuales al tamaño de la Tierra, su mayor irregularidad no superaría los 4 m de altura.

Que circule el oro

Todo ello ha motivado la aparición de un método alternativo que todavía se encuentra en las primeras fases de desarrollo: el de “la acumulación de iones”, que intenta definir el kilogramo en función de la masa del ión del isótopo 197 del oro. El sistema elegido para contar los iones consiste en recoger una cantidad mensurable –del orden de 10 g– de ellos y aplicarles luego una diferencia de voltaje, lo que genera una corriente eléctrica. Porque una corriente eléctrica se produce por el movimiento de partículas cargadas (los iones de oro), y su intensidad es pro­porcional al número de partículas circulantes. Así, midiendo la intensidad de la corriente, se puede determinar el número de iones de oro.

Levántate y pesa

La otra línea de actuación a través de la cual se intenta definir el kilogramo es en función de la constante (fundamental) de Planck, apro­vechando que esta se puede relacionar con la energía eléctrica, y esta, a su vez, con la energía mecánica (E = mgh). Paradójicamente, aunque la idea de partida puede resultar más compleja que la de la contar átomos, los métodos ensayados son tanto o más fáciles de entender. Lo único que hay que saber es que una co­rriente eléctrica genera un campo mag­nético; vamos, que se comporta como un imán. Que no es ni más ni menos que el fundamento de los electroimanes.

Los más escépticos pueden comprobar la relación entre corriente eléctrica y campo magnético acercando una brújula a un alambre conductor. Cuando por este alambre se hace pasar una corriente, la aguja de la brújula se desvía, lo que supone una demostración de que la corriente eléctrica produce un campo magnético. De los dos métodos ensayados con este enfoque, el de la “masa supercondutora levitante” es el último candidato a definición.

El objetivo es hacer levitar un kilogramo de un material superconductor en un campo magnético generado por una bobina por la que circula una corriente eléctrica. O, desde un punto de vista muy simplista, hacer levitar un imán de un kilogramo aprovechando la repulsión entre polos iguales de dos imanes. Cuando la masa levitante se estabiliza en el aire, la fuerza gravitatoria (m x g) y la magnética se anulan. Y como esta fuerza magnética es producida por una corriente eléctrica, ya se puede relacionar la masa con la energía eléctrica, y por tanto, con la constante de Planck. Las dificultades tecnológicas están motivadas por el hecho de que hacer levitar un objeto –incluso un superconductor– no es lo que se dice sencillo.

Tómese una balanza de platillo

En el “método de la balanza de Watt”, surgido hace dos décadas y que constituyó el primer intento serio de redefinir el kilogramo, la idea es la misma que en el anterior –esto es, mover una masa con un campo magnético generado por una corriente eléctrica– pero limitada a la tecnología disponible. El sistema consiste en “pesar” la fuerza que ejerce un anillo conductor sobre un imán. Suena horrible, pero no es para tanto. Tómese una balanza de platillos –y tómese también la precaución de que sean metálicos– que estén vacíos.

Si se coloca un electroimán bajo uno de ellos, comenzará a atraerlo, tirará de él y la balanza se inclinará de ese lado. Ahora lo que hay que hacer es colocar pesas en el otro platillo, hasta volver a equilibrar la balanza. Cuando se consigue, se está “pesando” la fuerza magnética del electroimán, con lo que ya se puede relacionar la masa que hay en el platillo con la corriente eléctrica que circula por el electroimán y, a partir de ella, con la constante de Planck.

En la actualidad, el procedimiento de la balanza de Watt continúa siendo el más prometedor a la hora de alcanzar a corto plazo las exigencias de precisión demandadas. Y es que “no pesan los años para pesar el kilo”.

Tomado de:

QUO Ciencia

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