Advertencia de Conocer Ciencia: Si usted es amante del cine y NO LE GUSTA que le estropeen el final de una película.. entonces NO LEA ESTE POST.
Tras años y años viendo películas de todo tipo creo estar en condiciones de subirme al tonel más cercano a proclamar una verdad universal: si uno oye hablar de un “film de denuncia” que pretende transmitir algún mensaje con el que despertar las conciencias de los espectadores, puede tener por seguro que en él morirá el protagonista. Hay una explicación psicológica para ello.
Aunque tal vez no haya un estudio científico al respecto (aunque podía habérmelo inventado y que colase, “lo he leído en internet, será cierto”), no es una afirmación que carezca por completo de base empírica. Muchos años delante de la pantalla me avalan. Desde “El jardinero fiel” con su mensaje sobre las prácticas poco éticas de las empresas farmacéuticas y los estragos que causan en el Tercer Mundo, pasando por “La vida es bella”, “Diamantes de sangre”, “Haz lo que debas”, “Senderos de Gloria”, cualquier film de Ken Loach y, en fin, el título que al lector se le venga a la mente, da la impresión de que una película militante -llamada también “de denuncia social” o “cine de protesta”- ha de tener un final trágico que le haga a uno salir del cine o cerrar la página de Megavídeo con pesambre y regoello.
Para ello suele ser necesario que muera el protagonista, o en su defecto algún personaje estrechamente unido a él y que haya sido retratado previamente como la inocencia personificada. Ante cuyo cadáver el protagonista, arrodillado, alce los puños al cielo clamando justicia entre lágrimas contra sus asesinos. Bien sean nazis, terroristas, comunistas, Ku Kux Klan o policías al servicio del Apartheid o de algún régimen dictatorial tercermundista.
La explicación más inmediata es que un final trágico da el adecuado tono de seriedad que la denuncia de cualquier injusticia requiere. Pero hay otra, algo más sutil, para la que la psicóloga rusa de origen judío Bluma Zeigarnik otorgó un epónimo: el Efecto Zeigarnik. Parece que en psicología y psiquiatría hay un síndrome o efecto para toda clase de comportamientos y éste en concreto se refiere a “la tendencia a recordar tareas inacabadas o interrumpidas con mayor facilidad que las que han sido completadas”. Dice la Wikipedia que Bluma se percató de esto al observar cómo un camarero era capaz de recordar fácilmente una larga lista de pedidos pendientes y sin embargo difícilmente recordaba los platos que acaba de servir, lo que le llevó a publicar un estudio al respecto en 1927.
Lo interesante de este hallazgo estuvo en que tiene consecuencias más allá de la hostelería. En general todas las tareas inacabadas provocan estrés y resultan difíciles de apartar de la cabeza. Por ello la gente olvida tras los exámenes lo estudiado, los pilotos intentar aterrizar a pesar de que las condiciones no sean las adecuadas y cada episodio de una serie a menudo termina en un momento de gran dramatismo conocido como cliffhanger, que incita al espectador a permanecer delante del televisor la semana siguiente a la misma hora.
La importancia del desenlace
Cuando somos espectadores de una narración nos encanta que la historia se cierre, que el bueno sea reconocido, el malo reciba su castigo y que, en definitiva, el conflicto quede resuelto. Por tanto una historia con un final trágico en el que no se haya impartido justicia (“El patrón está vivo”, frase con la que concluía Novecento) es una trama irresuelta que, como una espina clavada, incita al espectador a pasar a la acción y tomar alguna clase de iniciativa para que dentro de su cabeza la historia pueda tener el final que le corresponde.
Por eso -dejando de lado el cine pero sin abandonar del todo el terreno de la ficción- en muchas reivindicaciones políticas, desde el Día de la Mujer Trabajadora hasta la Diada catalana, se rememoran no los logros sino las derrotas y agravios sufridos. Para movilizar a la población y que busque su particular “cierre” de tales narraciones.
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