El 14 de agosto de 1996, la reputadísima química y profesora norteamericana, Karen Wetterhahn se encontraba investigando en su laboratorio sobre los efectos de los iones de mercurio al interactuar con las proteínas reparadoras de ADN. Para ello había encargado una muestra de dimetilmercurio, una de las neurotoxinas más peligrosas que se hayan sintetizado nunca. Tomó todas las precauciones que dictaba el protocolo. Pero una gota, menor que un grano de arroz, cayó accidentalmente sobre un guante. Murió intoxicada a los pocos meses. ¿Qué falló?
El dimetilmecurio es tan peligroso que no sirve para nada (bueno). Su toxicidad restringe sus aplicaciones científicas y ninguna compensa el peligro que supone su manipulación y traslado. Apenas se ha utilizado para el calibrado de algún instrumento de detección de mercurio, como patrón de referencia para análisis clínicos y para conocer el efecto de la misma sustancia sobre el cuerpo humano. Karen Wetterhahn completó con su vida el mejor de los análisis empíricos.
Para su manipulación y debido a su altísima volatilidad, se utilizan cabinas de humos selladas y con ventilación filtrada para alejar sus ponzoñosos vapores. Basta la inhalación o absorción de tan sólo 0,001 mililitros para acabar criando malvas. Karen incluso enfrió con hielo la pipeta que contenía la muestra para reducir su presión de vapor. Se enfundó unos guantes de látex desechables, la bata y unas gafas de protección antes de abrir la pipeta sellada con cristal dentro de la cabina.
Al seccionar el tubo de la muestra, una microgota acabó en el dorso de la mano de la investigadora, como ella misma relataría a sus colegas unas semanas más tarde. No le dio mayor importancia, al disponer de unos guantes de látex de calidad. El látex no tiene poros (por mucho que algún incrédulo lo niegue) y no deja pasar ni los iones de una electrolisis; partículas infinitamente más pequeñas que el virus del SIDA. Era, por lo tanto, una protección en la que fiarse, a priori, ante posibles accidentes.
Pero el dimetilmercurio es extremadamente caprichoso. Debido a la estructura lineal de sus enlaces y a su extrema volatilidad, las moléculas alargadas actúan como agujas que perforan -microscópicamente- el látex, el PVC e incluso el neopreno. Es un metal pesado. En tan sólo 15 segundos la gota que mató a Karen estaba navegando por su torrente sanguíneo rumbo a su cerebro. Ella no lo sabía.
Los primeros síntomas de intoxicación por dimetilmercurio no aparecen inmediatamente, pero cuando llegan se agravan con extrema celeridad. Cuatro meses después del accidente, Karen empezó a sentir hormigueos en los dedos de los pies que le impedían conducir, para más tarde ir perdiendo la visión y el habla progresivamente. Unos análisis confirmaron sus excesivos niveles de mercurio en sangre, 80 veces por encima del umbral tóxico.
A las tres semanas de los primeros síntomas entró en coma. Murió el 8 Junio de 1997, no sin antes hacer jurar a sus colaboradores que estudiarían y alertarían a la comunidad científica del peligro del dimetilmercurio. Hoy se utilizan guantes laminados de alta resistencia para manejar la más potente de las neurotoxinas.
¿Por qué es tan sumamente tóxico el mercurio y sus derivados? En primer lugar hay que señalar que el mercurio en estado puro es tan inofensivo como cualquier mineral. Lo verdaderamente peligroso son sus vapores y especialmente cuando se combinan con el carbono para formar mercurio orgánico. Al ser el único metal líquido a temperatura ambiente, requiere de menos calor para empezar a producir estos venenosos efluvios. Si te tragas una cuchara de mercurio metálico puro no absorberás ni el 0,01% y no pasará nada si no lo haces habitualmente -no intentar en casa-. Pero si esta misma cuchara la calientas con un simple mechero, sus vapores inhalados se absorberán en un 80%, pasando directamente al torrente sanguíneo y provocando serios problemas neurológicos. El mercurio tiene el punto de ebullición en 357 grados centígrados, pero cuando pasa de los 40 ya empieza a emitir sus peligrosos vapores.
El mercurio se ha usado desde tiempo inmemorial, ignorando todos los peligros de su incorrecta manipulación. Los chinos lo utilizaban en su alquimia como reconstituyente, ingiriéndolo a base de chupitos. En el siglo XVIII, en pleno auge de la sombrerería, los peleteros conservaban y ablandaban el apreciadísimo pelo de castor en pequeñas barricas no selladas de mercurio. Absorbiendo a través de la piel y pulmones sus vapores y enfermando hasta la muerte. Muchos de ellos la esquivaban, pero a costa de sobrevivir con graves ataques de ‘agitación violenta’ y secuelas en el habla que definieron luego la llamada “enfermedad del sombrerero” (eretismo mercurial). El padecimiento que más tarde inspiraría a Lewis Carrol en el celebérrimo ‘sombrerero loco’ de Alicia en el País de las Maravillas.
En primavera de 1955, en la ciudad japonesa de Minamata, se observó un fenómeno peculiar. Los pájaros, sin motivo aparente, caían del cielo a bandadas como una lluvia siniestra de kamikaces suicidas. Los comportamientos extraños duraron varias semanas, hasta que se expandieron a otras especies, entre ellas la humana. La petroquímica Chisso había vertido en la costa, 170 toneladas de tóxicos derivados del mercurio y utilizados para la catalización de sus plásticos. Más de 1400 personas murieron envenenadas y otras 20.000 resultaron afectadas y con graves e impresionantes secuelas (ver vídeo) en lo que se considera la mayor catástrofe por envenenamiento de mercurio de la historia.
Todo el mundo ha roto alguna vez un termómetro de mercurio para jugar con el líquido brillante y emular -a escala- al T-1000 de Terminator; ignorando los peligros adyacentes. Ahora ya sabes a que atenerte. Desde 2009 su uso y comercialización está prohibido. Un sólo termómetro de aquellos era capaz de contaminar unos 80 metros cúbicos de agua y acabar con todos lo peces que la habitasen. El 10% de los residuos filtrados hoy en la tierra provienen de aquellos termómetros caseros. Hoy sustituimos esos ‘inofensivos’ aparatos por las peligrosas lámparas de vapor de mercurio. Directamente con el mineral ya en estado gaseoso y encapsulado en cristal para su liberación con cualquier simple rotura. Ya no basta con el aviso de un padre ignorante: —¡Cuidado que se come el oro! Ahora hay que ventilar la habitación durante 15 minutos y con mascarilla en caso de cascar la susodicha bombilla. ¿Hemos avanzado algo?
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