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11 de enero de 2014

La chispa de la vida: El experimento de Miller, sesenta años después


Durante 2013 estamos celebrando el sexagésimo aniversario del annus mirabilis en el que se produjeron tres hitos científicos con los cuales se inició la era de la biología molecular. Como es ampliamente conocido, en 1953 J.D. Watson y F.H.C. Crick publicaron la estructura en doble hélice del ADN, en base a los datos experimentales que habían obtenido otros investigadores entre los que destaca la gran química y cristalógrafa R.E. Franklin. Además, ese mismo año se publicó por F. Sanger y E.O.P Thompson la primera secuencia de aminoácidos de una proteína, en concreto la insulina bovina. Y el tercer fruto de la excelente cosecha del 53, a pesar de no haber sido galardonado con el Premio Nobel como los dos anteriores, fue un experimento que pronto se convertiría en uno de los más famosos y revolucionarios de la historia: el “experimento de Miller”.

Pero, ¿quién fue ese científico al que todos asociamos con el dibujo de un extraño conjunto de matraces y tubos de vidrio que aparecía en nuestros libros de texto? La respuesta rápida sería: uno de los químicos más relevantes del siglo XX. Stanley L. Miller nació en 1930 en Oakland, California, y tras manifestar una vocación temprana por la ciencia se licenció en Química por la Universidad de Berkekey en 1951. En septiembre de ese mismo año comenzó su doctorado en la Universidad de Chicago, y durante varios meses estuvo buscando un director de tesis para iniciar su carrera investigadora.

Dado que en principio la ciencia experimental le parecía demasiado laboriosa, comenzó trabajando con el prestigioso físico teórico Edward Teller sobre los modelos de síntesis de elementos en las estrellas. Pero durante ese tiempo asistió a un seminario sobre el origen de la Tierra y la atmósfera primitiva de nuestro planeta, impartido por el Premio Nobel Harold C. Urey, y lo que escuchó le llevó a dar un giro a su vida profesional. Así, en septiembre de 1952 Miller decidió cambiar su tema de tesis, y tuvo la osadía de proponer a Urey la realización en su laboratorio de un experimento radicalmente distinto a todos los que se habían llevado a cabo hasta entonces.

Como el joven licenciado dijo al eminente geoquímico, si tal experimento era exitoso serviría para corroborar las hipótesis del propio Urey, que a su vez estaban basadas en la ideas de Aleksandr I. Oparin sobre el origen de la vida en una atmósfera compuesta por gases fuertemente reductores derivados del vulcanismo. El experimento propuesto consistía en mezclar los gases que se consideraban presentes en la atmósfera terrestre primitiva –metano, amoníaco, hidrógeno y vapor de agua–, y comprobar si al reaccionar entre sí podrían producir compuestos orgánicos fundamentales para la vida. Para ello se debía trabajar en ausencia de oxígeno, y lógicamente el experimento tenía que llevarse a cabo en condiciones abióticas, excluyendo la participación de cualquier agente o actividad biológica durante el proceso. Por tanto, era necesario esterilizar todo el material que se iba a utilizar. Además, se requería una fuente de energía que simulara los aportes energéticos que existieron en nuestro convulso planeta antes de la aparición de la vida. Pero el estudiante al que meses antes no parecían interesarle los experimentos estaba dispuesto incluso a fabricar todos los aparatos necesarios para probar su hipótesis.

 

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