Algunas de las mentes más brillantes del planeta llevan años investigando cómo piratear el cerebro humano para que pinchemos en determinados anuncios o enlaces. Y ese método ya se usa para vendernos políticos e ideologías.
La democracia liberal se enfrenta a una doble crisis. Lo que más centra la atención es el consabido problema de los regímenes autoritarios.
Pero los nuevos descubrimientos científicos y desarrollos tecnológicos
representan un reto mucho más profundo para el ideal básico liberal: la
libertad humana.
El liberalismo ha logrado sobrevivir, desde hace siglos, a numerosos
demagogos y autócratas que han intentado estrangular la libertad desde
fuera. Pero ha tenido escasa experiencia, hasta ahora, con tecnologías
capaces de corroer la libertad humana desde dentro.
Para asimilar este nuevo desafío, empecemos por comprender qué significa el liberalismo.
En el discurso político occidental, el término “liberal” se usa a
menudo con un sentido estrictamente partidista, como lo opuesto a
“conservador”. Pero muchos de los denominados conservadores adoptan la
visión liberal del mundo en general. El típico votante de Trump habría
sido considerado un liberal radical hace un siglo. Haga usted mismo la
prueba. ¿Cree que la gente debe elegir a su Gobierno en lugar de
obedecer ciegamente a un monarca? ¿Cree que una persona debe elegir su
profesión en lugar de pertenecer por nacimiento a una casta? ¿Cree que
una persona debe elegir a su cónyuge en lugar de casarse con quien hayan
decidido sus padres? Si responde sí a las tres preguntas, enhorabuena,
es usted liberal.
El liberalismo defiende la libertad humana porque asume que las
personas son entes únicos, distintos a todos los demás animales. A
diferencia de las ratas y los monos, el Homo sapiens, en
teoría, tiene libre albedrío. Eso es lo que hace que los sentimientos y
las decisiones humanas constituyan la máxima autoridad moral y política
en el mundo. Por desgracia, el libre albedrío no es una realidad
científica. Es un mito que el liberalismo heredó de la teología
cristiana. Los teólogos elaboraron la idea del libre albedrío para
explicar por qué Dios hace bien cuando castiga a los pecadores por sus
malas decisiones y recompensa a los santos por las decisiones acertadas.
Si no tomamos nuestras decisiones con libertad, ¿por qué va Dios a
castigarnos o recompensarnos? Según los teólogos, es razonable que lo
haga porque nuestras decisiones son el reflejo del libre albedrío de
nuestras almas eternas, que son completamente independientes de
cualquier limitación física y biológica.
Este mito tiene poca relación con lo que la ciencia nos dice del Homo sapiens
y otros animales. Los seres humanos, sin duda, tienen voluntad, pero no
es libre. Yo no puedo decidir qué deseos tengo. No decido ser
introvertido o extrovertido, tranquilo o inquieto, gay o heterosexual.
Los seres humanos toman decisiones, pero nunca son decisiones
independientes. Cada una de ellas depende de unas condiciones biológicas
y sociales que escapan a mi control. Puedo decidir qué comer, con quién
casarme y a quién votar, pero esas decisiones dependen de mis genes, mi
bioquímica, mi sexo, mi origen familiar, mi cultura nacional, etcétera;
todos ellos, elementos que yo no he elegido.
Esta no es una teoría abstracta, sino que es fácil de observar.
Fíjese en la próxima idea que surge en su cerebro. ¿De dónde ha salido?
¿Se le ha ocurrido libremente? Por supuesto que no. Si observa con
atención su mente, se dará cuenta de que tiene poco control sobre lo que
ocurre en ella y que no decide libremente qué pensar, qué sentir, ni
qué querer. ¿Alguna vez le ha pasado que, la noche anterior a un
acontecimiento importante, intenta dormir pero le mantiene en vela una
serie constante de pensamientos y preocupaciones de lo más irritantes?
Si podemos escoger libremente, ¿por qué no podemos detener esa corriente
de pensamientos y relajarnos sin más?
El artículo completo en: El País (España)
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3 de abril de 2019
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