De hecho, la imagen cinematográfica de una mujer en mitad de una centralita de teléfonos, conectando clavijas y accionando conmutadores, no es nada fortuita: realmente eran mujeres en la mayoría de los casos, y lo eran por su especial y presunta pericia (aunque también porque resultaban más baratas).
Al principio, este trabajo no revestía mayor dificultad: apenas dos docenas de clientes eran los que usaban el servicio de telefonía en 1878, entre los que se encontraban la comisaría de policía de New Haven, Connecticut, la primera “centralita” del mundo.
El número de teléfono, para facilitar la localización de los nuevos suscriptores, llegó a finales de 1879 en Lowell, Massachusetts: cuatro operadores llevaban las conexiones de 200 suscriptores. Era la primera vez que se llevaban a cabo un listado alfabético de personas que podían llamarse a distancia. La idea se implantó progresivamente en muchas otras centralitas del país.
Poco después, las guías de teléfonos se convirtieron en mamotretos de la identificación de la población humana: la guía de Londres tenía tres tomos, por ejemplo, y la de Chicago ocupaba un volumen de 2.600 páginas.
(Hasta 2010, las compañías telefónicas estadounidenses no retiraron definitivamente las guías telefónicas: en Nueva York se calcula que el fin del suministro automático de guías de teléfonos supuso un ahorro de 5.000 toneladas de papel: ahora ya no es necesario memorizar el teléfono de nadie, basta con buscar su nombre en Internet o en la memoria de nuestro teléfono).
James Gleick, en su libro La información, introduce el tema del sexo de los operadores telefónicos:
Los primeros operadores telefónicos fueron chicos adolescentes, contratados a bajo precio entre los repartidores de telégrafos, pero las centrales de todo el país enseguida descubrieron que los chicos eran poco serios, les gustaba demasiado hacer el payaso y gastar bromas, y era más habitual encontrarlos peleándose en el suelo que sentados en su banqueta realizando el trabajo preciso y repetitivo propio del operador de una centralita. Había una nueva mano de obra barata disponible, y ya en 1881 casi todos los operadores telefónicos eran mujeres. En Cincinnati, por ejemplo, W. H. Echert comunicaba que había contratado a sesenta y seis “señoritas” que eran “muy superiores” a los chicos: “Son más constantes, no beben cerveza y están siempre disponibles.” No le hacía falta añadir que podía pagar a las mujeres tan poco dinero como a un adolescente o menos.Irónicamente, las centralitas de telefonía fueron, junto a otra tecnología emergente (la máquina de escribir), un gran impulsor laboral de la mujer, aunque ambos empleos estuvieran muy mal pagados.
Con todo, el aumento progresivo de suscriptores finalmente ni siquiera era asumible por las mujeres, y la conmutación dejó de ser manual para convertirse en automática. Hasta que llegó ese momento, la sociedad encontró múltiples maneras de enfatizar el trabajo femenino en las centralitas (incluso exagerándolo hasta niveles que rozaban el absurdo):
El trabajo en sí era todo un reto y no tardaría en requerir una instrucción. Las operadoras tenía que ser rápidas a la hora de distinguir las numerosas voces y acentos diferentes, tenían que mantener el equilibrio cortés ante la impaciencia y falta de educación, al tiempo que debían realizar largas horas de ejercicio atlético con la parte superior del cuerpo, llevando unos cascos auriculares a modo de arnés. Algunos hombres pensaban que era bueno para ellas. “El acto de levantar los brazos por encima de la cabeza y a derecha e izquierda, les desarrolla el pecho y los brazos”, decía la Every Woman´s Encyclopaedia, “y convierte a las chicas delgadas y esmirriadas en mujeres fuertes. No hay chicas con pinta de anémicas o enfermizas en las salas de operadoras”.
Fuente:
Xakata Ciencia