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6 de septiembre de 2012

Conexiòn: cuerpo, cerbro y mente

Convertir un pensamiento en acción ya es posible. Esta especie de ‘telequinesia’ ha dejado de ser ciencia ficción. Grupos de investigadores están desarrollando interfaces cerebro-máquina que permiten a gente con distintos grados de inmovilidad accionar mecanismos con solo la fuerza mental. Se abre un futuro de mil posibilidades.


Cathy Hutchinson logró en mayo mover un robot con la mente. / AP

A los 42 años, la vida de Cathy Hutchinson, una madre ­soltera de Attleboro (Massa­chusetts, EE UU), cambió en un simple parpadeo. Un ictus cerebral le dejó tetrapléjica y sin habla. Durante los 11 años siguientes, Cathy tuvo que vivir en una residencia especializada, que definió como una “suerte de prisión por un crimen que no había cometido”. Quienes la conocen la describen como una mujer luchadora. En 2007 puso una demanda judicial en nombre de miles de discapacitados cerebrales para que el Estado de Massachusetts facilitara su integración en la comunidad, costeando la construcción de hogares especializados. Y ganó. Pero quizá su mayor desafío ha sido, tras 15 años sin hablar ni poder moverse, controlar un brazo robot con su voluntad.

Cathy tiene los dedos encogidos, frente a un vaso metálico que contiene su café de todas las mañanas. El simple acto de cogerlo representaría para ella el sueño de toda una vida. Es como si el vaso estuviera en la cima del monte Everest. De la cabeza de la mujer surge un cable que le conecta a un ordenador, que a su vez está unido a un brazo robótico de metal azul con los dedos metálicos articulados. ­Cathy imagina en su mente que el brazo la obedece, y en un ejercicio lento y suave la cosa desciende, gira y la mano agarra con firmeza el recipiente. Cathy se acerca el vaso, del que sale una paja, y sorbe el líquido. Ha escalado el Everest con éxito. “Beber ese café fue lo primero que logró hacer por sí sola en 15 años sin tener que depender de otras personas”, explica el profesor John Donoghue a El País ­Semanal. “Ella se quedó impactada, y para todos nosotros fue una especie de shock emocional comprobar cómo Cathy lograba de nuevo interactuar con el mundo”.

Donoghue es un neurocientífico de la Universidad de Brown en Rhode Island (EE UU), cuyo laboratorio explora la manera de conectar el cerebro humano a una máquina. Es la única esperanza que queda a personas como Cathy. El bloqueo de un vaso dejó sin riego su tallo cerebral, la parte del sistema nervioso que conecta el cerebro con el resto del cuerpo. Y ella quedó aprisionada en él. Ahora esa conexión se ha restablecido gracias a un minúsculo sensor, que tiene el tamaño de un caramelo M&M, implantado en una zona específica de la superficie de su corteza cerebral, debajo del cráneo. El sensor lleva unos diminutos electrodos que se hincan apenas un milímetro, y que recogen los susurros de un grupo de neuronas que planifican y ejecutan los movimientos de los brazos. Observando cómo los investigadores movían el brazo robótico, Cathy imaginó que lo controlaba. Los electrodos recogieron las señales y las enviaron por cable a un ordenador. Un programa las descodificó y tradujo en instrucciones que la mano robótica podía entender. De esta forma, enchufada a un cable y a través de una máquina, la mujer aprendió a controlar el brazo y la mano artificiales con solo pensarlo. Ella lleva un enchufe en la cabeza. En cada sesión, que tiene lugar en el laboratorio de Donoghue, tiene que enchufarse, literalmente, a la electrónica.

El otro participante es un hombre que quedó parapléjico tres años atrás, y que probó el mismo sistema. Con su cabeza unida a un ordenador por un cable, aprendió primero a mover un cursor en la pantalla con el pensamiento. Posteriormente logró controlar una mano mecánica cuya misión consistía en agarrar unas bolas unidas a unos bastones que se elevaban y contraían ­sobre una mesa. El hombre lo logró cinco meses después de la operación qui­rúrgica.

La investigación de Donoghue, publicada recientemente en la revista Nature, abre la puerta al poder del pensamiento humano sobre los objetos. Hace solo unos años, el equipo de Miguel Nicolelis, de la Universidad de Durham en Carolina del Norte (EE UU), rompió moldes con un experimento que podría calificarse como el de las ratas sedientas. Nicolelis entrenó a los animales para que usaran su poder mental y manejasen un brazo mecánico que les daba de beber. Al principio, tenían que apretar con sus garras una palanca. Un brazo robótico les acercaba una pajita por la que podían sorber el líquido de un recipiente. Los investigadores implantaron posteriormente un dispositivo en sus cerebros que recogía las señales de las neuronas y las transmitían a un ordenador mediante un cable. Los animales aprendieron así a pensar que empujaban la palanca sin tener que hacerlo. El brazo robot descendía y les daba de beber.

Los dispositivos de interfaz cerebro-máquina ya están funcionando en voluntarios que sufrieron una lesión medular. Muestran un camino hacia la recuperación de la libertad que perdieron. Una vía abierta a la esperanza para mucha gente. (En España hay unos 20.000 lesionados; en EE UU, unos 300.000). La tecnología todavía no ha salido del laboratorio; el paciente tiene que enchufarse al sistema y seguir un entrenamiento, y la destreza lograda con el brazo robot es limitada, por no decir rudimentaria. Se puede tardar semanas o meses en agarrar una bola en el espacio, o en acercar un recipiente para beber. Pero una vez que se aprende, realizar la acción es casi inmediato. Es un camino aún largo. Pero posible.

El caso de Cathy es único. Ella lleva el electrodo implantado desde hace cinco años, todo un récord. Los científicos han observado que los dispositivos se estropean a los pocos meses o años, ya que el cerebro termina por rechazarlos. Do­noghue señala que no se pueden sacar conclusiones a partir de un solo enfermo. Es cauteloso a pesar de la resonancia de los resultados de su equipo, que ocupó la primera página de periódicos de todo el mundo el pasado mayo. El éxito de Cathy –que seguramente tiene mucho que ver con su voluntad férrea para superar lo insuperable– les ha animado a seguir avanzando. El cerebro humano no deja de intrigarle. “Estoy muy sorprendido. El trabajo realizado en mi laboratorio, sobre todo en ratas y monos, sugiere que cuando ocurre una lesión nerviosa, el cerebro se reorganiza de una forma muy rápida. 

Pero en casos así, donde la desconexión del cerebro del cuerpo es completa, lo que hemos visto es que esta parte del cerebro sigue funcionando, como si siguiera controlando el brazo. Hemos investigado lo que sucede en siete pacientes. Dos de ellos tenían una lesión medular, otros tres padecían esclerosis lateral amiotrófica (ELA) y otros dos habían sufrido un infarto cerebral. Y en cada uno de ellos lo que hemos encontrado es que cuando piensan que están moviendo un brazo, su cerebro se enciende, y en concreto, la misma parte que controla el movimiento del brazo”.

El cerebro distribuye sus órdenes y crea mapas. Si usted levanta su mano izquierda y la coloca encima de su cabeza, extendiendo los dedos sobre la parte derecha, estará cubriendo la zona de su corteza cerebral que se encarga casi exclusivamente de ejecutar el movimiento, nos dice este experto. Pero otras zonas se encargan antes de planificarlo. Desde hace tiempo, los investigadores saben que la corteza cerebral es parecida a un mapa geográfico. En vez de dibujar las fronteras de los países, el mapa cerebral asigna zonas específicas para el control de partes del cuerpo. La boca, el pene, los labios, las manos, las cejas, la lengua… Todo está representado en esta geografía neuronal. Las experiencias previas con estos pacientes con los electrodos implantados y a los que se les pide que muevan con la mente el cursor en una pantalla de ordenador sugieren que, en todos ellos, el punto donde se insertan los diminutos electrodos parece ser el mismo: se ilumina cuando ellos imaginan que pueden mover sus brazos paralizados. Si esto se generalizase, significaría que los cerebros de muchos parapléjicos son mucho más plásticos de lo que se pensaba. Construyen y envían las órdenes para ejecutar movimientos pese a que fueron desconectados de sus cuerpos hace años.

El espíritu de este tipo de investigaciones tiene un mantra: convertir el pensamiento en acción, nos explica José Carmena, un neurocientífico español que tiene su laboratorio en la Universidad de California en Berkeley. El sueño se está convirtiendo en realidad, si bien los primeros dispositivos cerebro-máquina son limitados. Habrá que esperar a las siguientes generaciones hasta que algún día colmen el vacío de las vidas de aquellos que perdieron la libertad de moverse por sí mismos. Carmena es optimista al respecto. “Piense en los primeros marcapasos. Eran enormes y salían cables de ellos. Ahora son pequeños y se implantan sin problemas en cualquier hospital”.

Uno de los hallazgos más sobresalientes que se desprenden de la investigación de este español radica en la plasticidad del cerebro para formar nuevos mapas. Cuando de niños aprendimos a mantener el equilibrio y pedalear en una bicicleta, nuestro cerebro lo memorizó. Por ello nos familiarizamos con la bicicleta aunque hayan transcurrido muchos años desde la última vez. Carmena cree que, de la misma manera que aprendemos a manejar una raqueta de tenis, o a no caernos con los esquíes, el cerebro es capaz de asignar nuevos circuitos neuronales para controlar un brazo robótico o una prótesis, que no tienen que ser los mismos circuitos que manejan los brazos y las piernas. El cerebro podría incorporar a sus mapas cerebrales la representación y el manejo de un artefacto robótico y reconocerlo como si formara parte de tu cuerpo. Sería la extensión perfecta de la voluntad humana plasmada en el control exquisito de la máquina. De momento, en sus experimentos con macacos, los animales tienen implantados microelectrodos en sus cortezas cerebrales motoras. Aprenden a mover un cursor con el pensamiento, desplazándolo por la pantalla de un ordenador hasta un punto, tras lo cual reciben un zumo como recompensa. Los animales lo lograron en una semana. Sus cerebros desarrollaron un nuevo mapa para controlar una parte artificial que no formaba parte de su cuerpo.

Carmena trabajó como investigador posdoctoral en el laboratorio de Miguel Nicolelis, un científico brasileño pionero que quiere sorprender al mundo en la inauguración del próximo Mundial de fútbol, que se celebrará en su país en 2014. Nicolelis está trabajando en la construcción de un exoesqueleto que obedezca las órdenes mentales de un tetrapléjico, y que le permita caminar por un campo de fútbol para inaugurar los mundiales. Con una diferencia sustancial: el cerebro también tiene que recibir impresiones y sentir el exoesqueleto como si fuera una parte más de su cuerpo. De momento, este investigador ha demostrado que es factible enviar información sensible al cerebro de un macaco, mediante filamentos que son más finos que un cabello. El animal puede decidir, entre tres círculos que tienen un aspecto idéntico, si uno de ellos tiene una textura más rugosa o más lisa. Pero no son sus dedos quienes le informan, sino las sensaciones traídas por esos finísimos electrodos.

El brazo de Luke, en referencia a la mano artificial que Luke Skywalker se coloca en el filme El imperio contraataca, existe. Se trata de una prótesis desarrollada por el investigador Dean Kamen y probada por Chuk Hildreth, que, 30 años atrás, perdió los dos brazos al electrocutarse mientras pintaba una subestación eléctrica. Hildreth ha probado el brazo de Luke y es capaz de sentirlo. Se ha convertido en un hombre biónico.
No es exactamente telepatía, pero piensas en algo y ese algo ocurre
El control de un brazo humano depende de unas 70.000 fibras que parten de la zona superior de la médula espinal. Esas fibras nerviosas discurren por los hombros hasta el axila, y de allí saltan al brazo. En el caso de Hildreth, un neurocirujano reconectó sus fibras a los músculos pectorales e implantó en ellos una serie de electrodos. Cuando Hildreth piensa en mover el brazo de metal, los músculos de su pecho se contraen. Los electrodos registran la señal y la envían a los motores de la prótesis. Hildreth también tiene bajo la piel un motor del tamaño de una chocolatina capaz de vibrar. El motor está conectado mediante un microprocesador a un sensor en la palma de su mano artificial. Cuando Hildreth coge un vaso de papel con delicadeza para no estrujarlo, el sensor vibra ligeramente, y la sensación que le llega a su brazo amputado es de ligereza. Si tiene que sostener un pesado taladro, la vibración es mucho mayor, por lo que Hildreth agarra el taladro con más fuerza para que no se le caiga. Este antiguo pintor controla los mandos del brazo de Luke con una serie de mandos tipo joystick instalados en sus zapatos, y los maneja con los dedos de los pies. “Puedo hacer cosas que me resultaron imposibles durante 26 años”, manifestó Hildreth a la publicación especializada IEEE Spectrum. “Como pelar un plátano sin hacerlo puré”. El brazo es el fruto de la compañía Deka Research and Development y su desarrollo costó más de 18 millones de dólares.

Rob Summers es otro caso excepcional. Quedó parapléjico cuando, a los 25 años, un coche le embistió y se dio a la fuga en el verano de 2006. Tenía por delante una prometedora carrera deportiva como jugador de béisbol. Le dijeron que jamás podría volver a andar ni mantenerse de pie. La ruta nerviosa que conectaba su cerebro con las piernas había quedado rota.

A pesar de ello, un estimulador eléctrico implantado en su médula le ha permitido, con entrenamiento, el milagro de sostenerse de pie durante algunos minutos, e incluso dar pasos en una cinta para correr. Summers se convirtió en el primer parapléjico que fue capaz de moverse por sí solo con la ayuda de la estimulación. El equipo de investigadores, liderado por Reggie Edgerton, neurocientífico de la Universidad de California en 

Los Ángeles (UCLA), publicó los resultados en la revista The Lancet. “Gracias a los experimentos con animales, sabemos que la médula espinal contiene una serie de sofisticados circuitos que realmente la hacen inteligente, hasta el punto de que puede aprender una función motora si se la enseña, y esto sucede incluso ante la total ausencia de señales del cerebro”, comentó Edgerton en un entrevista realizada por la UCLA. La médula espinal, por tanto, es inteligente y puede aprender por sí sola a estimular las piernas y recibir sus sensaciones. En opinión de Susan Harkema, neurocientífica de la Universidad de Louisville (EE UU), los nervios de la médula pueden hacer lo mismo que el cerebro. Pero el caso de Summers no puede generalizarse, advierte Edgerton. Su lesión medular, aunque muy severa, no fue completa. Eso quiere decir que en sus piernas retenía algo de sensibilidad, cosa que no sucede con las lesiones medulares radicales. 

Pero el hecho de ponerse de pie durante unos minutos es muy importante para una persona que no ha podido hacerlo en años.

La fusión entre el cerebro y la máquina, con intercambio mutuo de información, ya ha comenzado, pero queda mucho por hacer. Los dispositivos de interfaz que conectan a los enfermos mediante un cable y un enchufe a la electrónica aún no han salido del laboratorio. Donoghue quiere lograr interfaces inalámbricos. 

“No queremos que el enfermo tenga un enchufe en la cabeza. Piense en los teléfonos tradicionales. Cuando salieron, estaban fijados a la pared con un cable, al igual que el auricu­lar con el teléfono. Estamos ahora en esa etapa, pero queremos pasar a la siguiente, para convertir estos sistemas en algo totalmente inalámbrico, sin cables, para que la gente se mueva adonde quiera, y siempre lo lleven consigo”.


Los dispositivos interfaz tienen numerosas ventajas frente a otros sistemas no invasivos, como las caperuzas de electrodos, los cuales han permitido el control de una silla de ruedas o un cursor con un entrenamiento intensivo. Los primeros captan directamente el susurro de las neuronas. La señal se magnifica y procesa después en una computadora, y el análisis es cada vez más fino debido al avance de la informática. Las caperuzas de goma de electrodos, en cambio, se colocan con facilidad como un gorro, pero capturan mucho más ruido cerebral. “Imagine que está viendo un partido de fútbol entre España e Italia desde un globo, y desea saber cuáles son las instrucciones que les da el portero a los jugadores. Con la caperuza de electrodos, lo único que captaría es el rumor, las reacciones del público. Con nuestros dispositivos podría escuchar las conversaciones individuales, lo que el entrenador les dice a los jugadores”, explica Donoghue.

Los chips, sin embargo, no son aún duraderos. El caso de Cathy Hutchinson es excepcional. “El reto es conseguir que un dispositivo funcione durante décadas en la vida de una persona, que no se degrade con el tiempo y en tres años deje de funcionar”, destaca Carmena. Se trata de lograr implantes biocompatibles, que produzcan una señal clara y sin cables. En pocas décadas, estos dispositivos permitirían a los discapacitados controlar artefactos con el pensamiento de una manera natural. “No es exactamente telepatía, pero piensas en algo y ese algo ocurre”, dice Donoghue.

En un plano especulativo, uno podría pensar en un número de teléfono, el implante recogería la señal y la enviaría de forma inalámbrica a un aparato que marca el número pensado. “Aún no tenemos ni idea de cómo se representan los números en el cerebro. De momento, estamos tratando de replicar los pensamientos sobre mover brazos en el cerebro, y eso es ya todo un reto”.

Por su parte, el neurocientífico español José Carmena está convencido de que estas investigaciones abanderan una revolución sin precedentes. El sueño es lograr que algún día la mente humana maneje un artefacto robótico de una forma natural con la misma destreza con la que controla rutinariamente los movimientos de nuestro cuerpo. La tecnología no está disponible aún en la clínica, pero llegará. Ahora ya es posible convertir un pensamiento en acción. “Hace 10 años, esto era ciencia ficción”.

Fuente:

El Paìs Ciencia
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