Parecer ser que Faraday y el geólogo escocés Charles Lyell recibieron el encargo del gobierno británico de presentarse como comisionados en la investigación de una grave explosión sucedida en una mina de carbón ubicada en Haswell (condado de Durham, Inglaterra) en 1844, en la que murieron noventa hombres.
Cuando llegaron allí, Faraday inspeccionó el lugar de los hechos con mucha atención y entre otras cosas, preguntó como se medían los niveles del flujo de corrientes de aire en la mina.
Uno de los inspectores le respondío que se tomaba un puñadito de pólvora de una caja, como si fuera rape, y se dejaba caer a través de la llama de una vela. Otro inspector, ubicado a cierta distancia y equipado con un reloj, anotaba entonces el tiempo que tardaba en llegarle el olor a pólvora quemada.
El método satisfizo a Faraday, pero recalcó que era importante manejar con mucho cuidado la pólvora, por lo que preguntó que dónde la guardaban.
“En una bolsa, muy firmemente atada”, le respondieron.
“Sí, de acuerdo, ¿pero dónde guardan la bolsa?”
“Está usted sentado en ella”, le contestó el inspector de manera despreocupada.
Aquella pobre gente, con ganas de agradar a los eminentes visitantes y careciendo como es lógico de sillas cómodas, decidieron que la bolsa de pólvora era el mejor sustituto para un cojín.
Podemos adivinar la agilidad felina con la que Faraday se levantó de la silla en cuanto oyó la respuesta.
La historia la leí en el blog de Nanette South Clark: An engineer aspect. Ella a su vez la encontró buceando por las hemerotecas de Utah en busca de anécdotas sobre científicos. Esta concretamente se publicó el 2 de mayo de 1898 en la página 5 de un periódico llamado “The Standard” (Ogden, Utah).
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