¿Sería bonito, verdad, poder predecir el devenir de la economía mediante una máquina? Bonito, simple y terriblemente práctico. Con sólo echarla a andar desaparecerían del mundo las recesiones, las crisis y los cracks, las ideologías morirían con la feliz naturalidad con la que murió Operación Triunfo y se revelarían inútiles las agencias de calificación, la CNMV, el BCE, el FMI y otras grandes BPV –burras pintadas de verde– de la precognosciencia financiera. ¡Ah, qué mundo! Los terráqueos habitantes podríamos dedicar el tiempo a propósitos más estéticos que el matarnos constantemente los unos a los otros, por ejemplo. Que no es poco.
Esa máquina tan prodigiosa llegó a inventarse. Se llamaba MONIAC –Monetary National Income Analogue Computer–, convencionalmente denominada ordenador hidráulico de Phillips o, atiendan, finanzafalógrafo. Fue ingeniada en 1949 por el economista neozelandés William Phillips, medía dos metros de alto y se suponía teóricamente capaz de simular –y lo más importante, predecir– los movimientos intestinos de la economía del Reino Unido con un margen de error, según su inventor, del 2%. Nunca llegó a predecir nada, por supuesto, pero la intentona seguramente sea lo más poético que ningún economista haya hecho jamás por la humanidad.
Bill Phillips
De William Phillips se recuerda sobre todo el apellido. Sería él quién describiera por primera vez en 1958 la relación inversa proporcional entre la tasa de desempleo y la de inflación de una economía, desde entonces conocida como curva de Phillips. Sus logros, no obstante, fueron mucho más allá.
William Phillips nació en Nueva Zelanda en 1914, pero abandonaría pronto la nación kiwi para instalarse en Australia, donde desempeñó puestos de trabajo tan variopintos como cazador de cocodrilos o productor de cine. Durante su estancia en China se vio sorprendido por la invasión japonesa de 1937, escapando a Rusia y cruzándola en el transiberiano hasta llegar un año después a Gran Bretaña. Allí estudiaría ingeniería eléctrica y se enrolaría en la Royal Air Force para ser reenviado a Asia durante la II Guerra Mundial. Escapó de la invasión japonesa de Singapur en el acorazado Empire State y llegó a Java, donde sería finalmente apresado por los japoneses para acabar confinado en un campo de concentración indonesio. Durante los tres años de cautiverio aprendió chino, construyó una radio a partir de piezas de desguace e inventó un sistema para hervir agua que enchufaba secretamente al sistema eléctrico del campamento. También fue allí donde, preocupado por la organización de los cautivos, descubrió su vocación por la sociología.
En 1946 fue nombrado miembro de la Orden del Imperio Británico y empezó a estudiar sociología en la London School of Economics, aunque pronto se interesaría por las teorías de Keynes, cambiando sus estudios a los de económicas. Tres años más tarde presentó a sus profesores la MONIAC.
La MONIAC
El ordenador hidráulico de Phillips era un chisme espectacularmente simple. Esencialmente consistía un circuito de tuberías y recipientes transparentes por el que el agua, que representaba el dinero, debía circular. El número de recipientes, su tamaño o su orden se disponían según fuera el modelo económico a representar y la cantidad de agua, su presión o su velocidad variaban gracias a un sistema de bombas y válvulas que se ajustaban en proporción al montante financiero.
En lo alto del aparato se disponía una gran cubeta que representaba al Tesoro y en ella se vertía una cantidad variable de agua coloreada. El agua económica manaba así del Tesoro e iba cayendo directa o indirectamente en otras áreas de gasto del Estado, representadas por cubetas como la de educación, sanidad o defensa. Estas cubetas retenían parte del flujo hasta que, cubiertas sus necesidades o cuando el agua alcanzase el nivel marcado por una boya, empezaban a drenar agua a otras, emulando las interacciones del caudal financiero en una economía real. El agua –o la ausencia de– iba así descendiendo por la máquina, alimentando o drenando otros circuitos que, a su vez, interactuaban con el principal; el de importación –que drenaba agua fuera del modelo–, el de exportación –que lo añadía– o los de ahorro e inversión –que conducían a un tanque considerado representativo del nivel de superávit–. Al final del sistema una bomba revertía parte del agua del balance final de nuevo en el Tesoro –en representación de la fiscalidad–, al que suplementariamente se le añadía más agua en representación de la emisión de efectivo, y el circuito volvía a comenzar. El quid, por supuesto, residía en que el flujo del agua podía abrirse, cerrarse o moderarse en cualquier punto del sistema para poder representar así cualquier propuesta económica. Y la idea, lógicamente, era que el modelo no se inundase –señalando un proceso de hiperinflación– ni se secase –anticipando una quiebra–, sino que presentase un caudal equilibrado y estable. Si así lo hacía, la propuesta era sostenible.
La primera MONIAC costó 400 libras, que en aquella época eran muchas libras. Phillips la construyó en el garaje de su casera en el barrio londinense de Croydon a partir de piezas de desguace de, entre otros, los bombarderos Avro Lancaster de la RAF. Años después cedería el prototipo a la Universidad de Leeds, en cuya Bussiness School se exhibe actualmente. No se sabe con certeza cuántas otras copias del ingenio existen, aunque se especula con que sean entre catorce y veinte en todo el mundo. La única operativa es propiedad de la Universidad de Cambridge, mientras que Harvard, el Roosevelt College de Estados Unidos o el Science Museum de Londres disponen de una cada uno. También las hay en la Universidad de Estambul, en Australia y en Nueva Zelanda, y se cree que tanto la compañía Ford como el Banco Central de Guatemala disponen de sendas MONIACs.
Fue bonito mientras duró
La economía no es ni remotamente una ciencia exacta, aunque con frecuencia nos la presenten concluyente e impepinable como la ley de la gravedad. Sufre complejo científico, como cualquier disciplina social, y además ocurre que el económico es, como el artístico, un discurso reduccionista: pretende para sí y sin salirse de sí mismo poder dar la explicación a cuanto ocurra en el mundo, desde la inflación al origen del universo. Y cualquier entendido en sistémica, especialmente si es muy fan, les dirá que para predecir un resultado basta sí o sí con conocer con exactitud el número de variables.
La máquina de Phillips era, desde luego, mucho más compleja que como aquí se describe, aunque aun así lo era mucho menos de lo que exige una economía real. Desde un primer momento el modelo se reveló incompetente a toda predicción fiable o, al menos, no exenta de una espectacular dote de idealismo matemático.
Seguramente su gran error, no obstante, no fue cuantitativo sino de concepto; partía del presupuesto, muy estilado tras el funcionalismo británico de la década de los treinta, de que la economía era una fenomenología reductible al paradigma matemático. Hoy día tenemos presente, qué remedio, las muchas otras variables que interceden determinantemente en economía sin pertenecer, en puridad, a la res económica; plusvalías que no son tal, burbujas y tulipomanías varias, por ejemplo. Por no hablar de la evasión fiscal, la especulación, la corrupción y otros males más endémicos de la humana condición que contaminan el tejemaneje económico a la inversa del rey Midas.
Aun así, y aunque sólo fuera por pasiva, la máquina de Phillips ya arrojó hace sesenta años una interesante conclusión; la economía capitalista es impredecible, querida amiga, y me da igual como te pongas. Un pequeño memento mori que quizás cabría instalar cual recordatorio en los halls respectivos de Fitch, Moody’s, Standard & Poor’s y demás gabinetes astrológicos de Maricarmen. Para que lo vean cuando entren y que no se les olvide, quiero decir. Ni a ellos ni a nosotros.
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