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5 de mayo de 2011

¿Existe el libre albedrío?

Intente no pensar en un oso blanco. Inténtelo con ganas: no piense en un oso blanco. ¿A que no puede evitarlo? Este es el experimento al que sometió a sus alumnos Daniel Wegner, un profesor de psicología de Harvard. Después les pidió que hablaran durante cinco minutos sobre cualquier cosa que se les ocurriera. “Mencionaron un oso blanco enseguida”, comenta Wegner. “Si después les pedía que pensaran en cualquier cosa, mencionaban más veces a un oso blanco que a los que les dije que pensaran en él”. Un experimento tan sencillo como éste nos revela lo difícil que resulta cumplir con lo que consciente y libremente hemos escogido.

El libre albedrío, que viene a ser la relación entre nuestros pensamientos y nuestras acciones, es una posesión muy querida. E, irónicamente, es lo primero que intentamos sacudirnos de encima para exculparnos de ciertos actos, por supuesto negativos. También resulta curioso cómo ponemos el grito en el cielo por cualquier alusión a un determinismo biológico –no nos gusta que nos digan que parte de lo que somos se encuentre en los genes- pero aceptamos con agrado el determinismo ambiental que pulula por telediarios, consultas de psicoterapeutas y juzgados. Lo usamos como excusa de todo: nuestras malas acciones son causa de los malos tratos en la infancia, de la pornografía, del alcohol, las drogas, las letras de ciertas canciones…

La revista New Yorker publicaba hace unos años una viñeta donde una mujer decía ante un tribunal: “Es verdad, mi marido me pegaba por la infancia que tuvo; pero yo le maté por la que tuve yo”. En los juicios, los famosos atenuantes que alega la defensa son legión. En 2007 el abogado de Ricardo, un hombre que disparó dos cargadores sobre un conductor por atropellar levemente a su hija, adujo que padecía una “patología psicológica grave” desde pequeño, derivada de que presenció el atropello mortal de un hermano suyo. Este hecho, señalaba el abogado, había marcado su vida “y pudo influir en su actitud cuando vio a su hija tendida en el suelo”. ¿Dónde queda aquí el libre albedrío?

El experimento del oso blanco de Wegner –que se ha repetido hasta con animales imposibles como un conejo verde- se engloba en lo que se conoce como supresión del pensamiento, dejar de tener en la mente ciertas ideas. Como técnica de control mental, puede crear obsesiones. Dicho de otro modo: si nos pasamos el día apartando de nuestra mente la idea de comida porque estamos a dieta, no dejaremos de pensar en ella. Es mucho peor que tenerla todo el día en la cabeza: “Puedes llegar a cansarte si piensas siempre en algo. Intentar no hacerlo es lo que lo mantiene en nuestra cabeza”, sentencia este físico metido a psicólogo que colecciona gafas con narices y mostacho de Groucho Marx. Nuestra libertad de acción con lo que sucede dentro de nuestro cerebro no es tan amplia como creemos. Y al parecer, tampoco la tenemos fuera.

En 1983 Benjamin Libet y sus colegas de la Universidad de California en San Francisco realizaron un peculiar ensayo. Los participantes debían observar un reloj cuya manecilla daba una vuelta completa cada 2,56 segundos. Mientras estaban atentos a la manecilla, eran libres de flexionar la muñeca en el momento que quisieran. Lo único que debían hacer era tomar nota mentalmente de la posición de la manecilla cuando decidían mover la mano. En otra variante del experimento, los sujetos debían estimar en qué momento habían movido realmente la mano. Por su parte, Libet medía con electrodos la actividad eléctrica en las áreas motoras del cerebro –lo que se llama el potencial de alerta- y en los músculos implicados en el movimiento de la muñeca. Dicho de otro modo: podía determinar cuándo el cerebro mandaba la señal a los músculos para actuar y cuándo éstos se ponían en marcha.

Libet encontró que, como era de esperar, el deseo de mover la mano aparecía antes de que el sujeto tuviera conciencia subjetiva de que había realizado el movimiento. Sin embargo, la sorpresa surgió cuando descubrió que la preparación nerviosa real para el movimiento, el potencial de alerta, aparecía entre 0,3 y 0,5 segundos antes de que el sujeto decidiera conscientemente que quería mover la mano. Según los psicólogos S. S. Obhi, de la Universidad de Ontario Occidental, y P. Haggard, del Colegio Universitario de Londres, especialistas en acción y percepción humanas, “el sentimiento de intención puede ser efecto de la actividad de preparación motora del cerebro y no una de sus causas”.

El experimento de Libet fue el primer impacto en la línea de flotación del libre albedrío. Los realizados desde entonces demuestran que el cerebro va por delante de nuestra intención consciente a la hora de realizar un movimiento; sale con ventaja antes de sentir que hemos decidido hacer algo. Aún más, los experimentos de Libet muestran que creer que estamos empezando a mover la mano empieza 86 milisegundos antes de que realmente suceda. Para este psicólogo el cerebro responde a los estímulos exteriores y la consciencia es la forma que tiene de racionalizar las acciones que ya ha decidido realizar. Esto no quiere decir que no ejerzamos ningún control sobre ellas: podemos modificar las que están en marcha. Así, Libet sustituye el libre albedrío por la libre censura: el cerebro propone y la mente dispone.

El problema no puede ser más interesante: Si no estamos al tanto de lo que hacemos cuando lo estamos haciendo ¿qué percibimos? Es más, ¿cómo surge la idea de que controlamos nuestras acciones? Para estudiarlo Wegner diseñó, junto a Emily Pronin de Princeton, un experimento vudú. Un voluntario realizaba la clásica maniobra de pinchar con agujas un muñeco mientras su ayudante, otro voluntario que secretamente estaba conchabado con los investigadores, o bien mostraba desagrado o apoyaba efusivamente la acción.

Como en todo vudú que se precie, al cabo de un rato la víctima empezaba a decir que sufría dolor de cabeza. A partir de este momento, en el caso en que el ayudante se mostraba en desacuerdo, el hechicero tendía a responsabilizarse del dolor de cabeza. Es un claro ejemplo de pensamiento mágico y supersticioso, como creer que por usar cierto bolígrafo se aprueba un examen. Estamos ante lo que se llama una ilusión de control. ¿Pasa lo mismo con el libre albedrío? Para Wegner la situación es clara. Percibimos dos situaciones, el pensamiento y la acción, y nuestro cerebro une los puntos independientemente de que exista una relación causa-efecto. El cerebro la asume y punto.

Otro descubrimiento llamativo es que nuestro cerebro percibe más próximos en el tiempo de lo que en realidad están el acto de volición consciente y la acción. Esto lo probó Patrick Haggard con un peculiar experimento. El voluntario debía pulsar con la mano izquierda un botón. Al hacerlo se disparaba una estimulación magnética transcraneana que le producía un tic en el índice de la mano derecha. Mirando un reloj el voluntario debía fijarse cuándo pulsaba el botón y cuándo sentía el tic. En otra tanda de experimentos la estimulación magnética la provocaba una palanca accionada por un motor que obligaba al voluntario a pulsar el botón de manera involuntaria.

Pues bien, el intervalo de tiempo transcurrido entre pulsar el botón y aparecer el tic era percibido de forma distinta en el caso de que la pulsación fuera voluntaria o involuntaria. Si creemos que hemos decidido nosotros, la causa y el efecto son percibidos como temporalmente más cercanos. ¿Será que el cerebro crea una intensa sensación de asociación temporal entre nuestros deseos y las acciones subsiguientes? ¿Querrá así afianzar la idea de nuestra responsabilidad consciente en esa acción?

Para Wegner el sentimiento del libre albedrío requiere, primero, ser consciente de que las intenciones preceden a las acciones; segundo, que las intenciones han de ser consistentes con las acciones y, tercero, no ha de haber otra causa perceptible de la acción. Para comprobar que estos tres requisitos bastan para provocar la ilusión de control en las personas Wegner diseño otro experimento peculiar. Dos sujetos debían desplazar el cursor sobre la imagen de uno de los objetos presentados en la pantalla del ordenador al oír el nombre correspondiente. Pero lo que uno de ellos no sabía es que era el otro quien movía su cursor. Pues bien, si la palabra relevante, por ejemplo pan, la escuchaba entre 1 y 5 segundos antes de moverse el cursor hacia la imagen, creía que él lo había movido. Pero si se la escuchaba 30 segundos antes o un segundo después, no existía esa falsa sensación de control. La moraleja es que el cerebro decide que es el causante de lo sucedido después de realizar una acción. No obstante, otros trabajos indican que para que surja esa sensación de control tanto las acciones como sus efectos deben coincidir con las intenciones del sujeto. Si no es así, la ilusión de control desaparece.

Todos estos resultados hacen pensar a muchos científicos que el libre albedrío no es más que un espejismo creado por el cerebro. Mark Hallett, del National Institute of Neurological Disorders and Stroke, dice: “El libre albedrío existe, pero es una percepción, no una fuerza rectora. La gente experimenta el libre albedrío. Creen que son libres. Pero cuanto más escudriñas, más te da cuenta de que no lo tenemos”. A los investigadores como Wegner no les interesa decidir si existe o no, sino por qué creemos que lo tenemos. Sus experimentos le indican que nuestro cerebro está programado para creer que si pensamos en algo, ese algo va a suceder; nos hace creer que controlamos nuestras acciones.

Para ilustrar este punto veamos qué sucedió cuando Wegner llevó al laboratorio un número clásico de los cómicos. Una persona, delante de un espejo, viste un traje, pero son los brazos de otra persona situada detrás los que pasan por las mangas. Lo curioso es que si lleva puestos unos cascos que le predicen un momento antes cómo se van a mover los brazos, aparece en el sujeto una sensación de control sobre ellos. El cerebro, automáticamente, asumía que controlaba esos brazos.

¿A qué conclusión nos llevan todos estos trabajos? Suponiendo que existiera el libre albedrío, no hay manera de distinguir cuándo nuestras acciones responden a nuestros deseos (por ejemplo, estirar la mano para coger una galleta) de aquellas en las que se trata de una ilusión. Si nuestro cerebro es incapaz de diferenciar ambas, ¿Cómo podemos estar seguros de que existe el libre albedrío? ¿Es siempre esta sensación de control una quimera? No lo sabemos. Wegner compara la elección consciente con un mago realizando su espectáculo. Aparentemente, los efectos que realiza el ilusionista son causados por el movimiento que percibimos de sus manos, pero no es así. Ahí algo más que no vemos y es la verdadera causa. Del mismo modo, la simple decisión consciente de hacer algo no tiene por qué ser la causa de que lo hagamos.

Tanto si es una ilusión como si no, la noción de libre albedrío es útil y adaptativa, esto es, da ventaja evolutiva. Lo necesitamos para vivir; el mundo no tendría sentido para nosotros si creyésemos que los comportamientos de los demás no estuviesen causados por ellos mismos. Diversos investigadores, como Elizabeth Spelke de Harvard, en experimentos con bebés con tan solo unos pocos meses, han demostrado que poseen diversas habilidades mentales, como estimar si hay muchos o pocos objetos en una imagen, o que tienen (o creen tener) algo parecido a una noción de libre albedrío.

Sin embargo no todo está perdido. En 2007 Bjorn Brembs, de la Universidad Libre de Berlín parece haber encontrado la tabla de salvación en una de las mejores amigas de los biólogos, la mosca de la fruta. Los animales, y particularmente los insectos, suelen compararse con robots que solo responden a estímulos externos. ¿Qué pasaría si no los tuvieran? Para explorarlo Brembs colocó la mosca en una habitación blanca, sin ningún tipo de pista visual.

En lugar de volar siguiendo un patrón totalmente aleatorio, como el ruido blanco de una radio no sintonizada, “el análisis de los datos descubrió una variabilidad en las elecciones de la mosca que revelaba una firme componente no-lineal, propia de los procesos biológicos”: el cerebro de la mosca iba generando espontáneamente un plan de vuelo predeterminado. “La decisión de torcer a la izquierda o la derecha de la mosca, que cambiaba todo el tiempo, provenía del cerebro”, dice. ¿Ha encontrado una base biológica para el libre albedrío? Brembs lo cree así. Para él es una función básica del cerebro. “No hemos demostrado que exista el libre albedrío, sino que puede existir”, sentencia George Sugihara, el matemático del The Scripps Institution of Oceanography de la Universidad de California en San Diego que analizó los datos. “Hemos eliminado las dos propuestas clásicas contra el libre albedrío: la aleatoriedad y el determinismo puro”. Esto no implica, por supuesto, que la simpática mosca tenga conciencia.

Otro golpe al anti-libre albedrío ha venido de la Facultad de Psicología de la Universidad de Queensland, Australia. Allí los trabajos desarrollados en 2007 por Derek Arnold sobre cómo enfermedades como el autismo, la esquizofrenia o la dislexia modifican la percepción del tiempo, ponen en duda una cuestión que subyace a los experimentos de Libet y compañía: la percepción subjetiva del paso del tiempo. Arnold ha descubierto que detectamos los grandes cambios más rápidamente que los pequeños. No sólo eso, también nos parece que tienen lugar antes que los cambios pequeños. “La magnitud del cambio tiene un mayor impacto en la percepción del tiempo transcurrido en una secuencia de hechos (timing) que en la capacidad para detectar ese cambio”, comenta Arnold. Dicho de otro modo, somos conscientes de que algo ha cambiado (por ejemplo, si hemos tenido un tic) cuando estamos seguros de ello, no cuando lo detectamos por primera vez.

¿Qué implica este descubrimiento sobre el libre albedrío? Los experimentos de Libet parten de una suposición básica: tenemos un acertado sentido del timing. Pero los experimentos de Arnold sugieren todo lo contrario. “Somos conservadores; nuestra valoración del timing refleja cuándo estamos seguros de la detección, no de cuándo lo detectamos por primera vez”. El retraso encontrado por Libet puede estar relacionado con este hecho: no nos fijamos en la hora del reloj cuando decidimos por primera vez mover la mano, sino cuando estamos convencidos de que lo hemos decidido. “Somos responsables de nuestras decisiones –dice Arnold-. Simplemente no estamos muy seguros de cuándo las hemos tomado”.

En dos experimentos recientes, los psicólogos Kathleen Vohs de la Universidad de Minnesota y Jonathan Schooler de la Universidad de Columbia Británica han puesto a prueba el efecto que tiene creer en el libro albedrío sobre nuestro comportamiento ético. Para ello, propusieron a varios estudiantes realizar un examen de matemáticas ante un ordenador, pero se les advertía que el programa no funcionaba del todo bien porque a veces las respuestas aparecían en la pantalla. Para evitar verlas debían presionar la barra de espaciado tan pronto como asomaran. En definitiva, se apelaba a la honradez de los estudiantes. Previo al examen se les habían dividido en dos grupos. A uno se les había entregado un texto donde se afirmaba que estaba científicamente demostrado que el libre albedrío era una ilusión, un efecto espurio de la química cerebral. A la otra mitad no se les dijo nada. ¿Qué grupo copió más en el examen? El primero. En un segundo ensayo los psicólogos dieron a sus estudiantes un test cognitivo muy difícil. Debían resolverlo sin ayuda y al final les cantaban las respuestas para que se autocorrigieran. Por cada acierto podían levantarse y coger un dólar de un sobre situado en el otro extremo de la habitación. Aquellos que creían en el libre albedrío fueron más reticentes a autorregalarse el dólar.

Ahora bien, para estos investigadores sus resultados no son generalizables ni explican nuestras formas de conducta éticas, mucho más importantes que el mero hecho de copiar en un examen. Sin embargo, muchos creen que si no existe el libre albedrío nos dedicaríamos a hacer lo que quisiéramos por obra y gracia del mantra “qué importa”. No tiene por qué ser así, del mismo modo que no creer en un ser superior deviene en una falta de moral absoluta. ¿No es más probable que dudar de la existencia del libre albedrío nos sirva para proporcionar una excusa ante los demás por haber hecho lo que nos dio la gana? Dice un viejo aforismo que el carácter es hacer aquello que debes hacer aún sabiendo que puedes hacer cualquier otra cosa. El problema fundamental se encuentra, como apunta el psicólogo Steven Pinker, en que acabamos confundiendo explicación con exculpación. ¿Saben que es lo más curioso? Sea el libre albedrío una ilusión o no lo sea, todo seguiría como hasta ahora.

Fuente:

La Ciencia de tu Vida

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