La mayoría de las religiones orientales creen en la reencarnación,
incluyendo el hinduismo, el jainismo, el sintoísmo y, con matices, el
budismo. Los hinduistas creen que el alma es inmortal y se encarna
sucesivamente en distintos cuerpos, que no serían otra cosa que
“contenedores” temporales de nuestra esencia más inmanente, el alma.
Los cristianos gnósticos también creían en la transmigración de las almas,
una convicción que impregnó buena parte del cristianismo original hasta
el siglo V, cuando se convirtió en la religión oficial del Imperio
Romano. En el año 543, el emperador Justiniano, al parecer influido por su esposa Teodora, decidió eliminar cualquier referencia a la reencarnación del Antiguo y el Nuevo Testamento.
Los motivos de Justiniano no eran religiosos, sino políticos: el emperador consideraba que la creencia en una nueva vida socavaba el poder terrenal de la Iglesia.
Al contrario, la fe en un cielo y un infierno que premiara o castigara
los actos cometidos en esta vida confería un poder superior a la Iglesia
y, de rebote, a su valedor, en este caso el emperador.
Para dotar de legitimidad al nuevo dogma, Justiniano convocó un sínodo en Constantinopla,
curiosamente la ciudad más próxima –geográfica y teológicamente- a la
creencia en la reencarnación, cuyo máximo valedor era el filósofo y
teólogo Orígenes. (Constantinopla era la capital del
Imperio Romano de Oriente, desde que en 330 el emperador Constantino
había provocado el cisma con Roma, por un quítame allá esas
prerrogativas.) Según rezan las crónicas, aquel cónclave estuvo
totalmente controlado por Justiniano, hasta el punto de que el mismo
Papa Vigilio rehusó participar.
El concilio de Constantinopla calificó de anatema
(tabú) la reencarnación, al considerarla incompatible con la
resurrección. Si los orientales creían que el alma podía “reciclarse” en
distintos cuerpos, los cristianos se ufanaron en que cuerpo y alma
forman un todo, como el hardware y el software de un ordenador, para
entendernos. Por si fuera poco, la resurrección es menos democrática que la reencarnación, porque si bien para los budistas todos somos almas reencanadas, la resurrección sólo está al alcance de unos pocos: Lázaro, Jesús, Eutico…
La reencarnación –creía con muy buen criterio el emperador- ofrecía una segunda (y tercera y cuarta) oportunidad, una bola extra con la que enjugar el karma de esta vida,
por utilizar el término hinduista. No sorprende, por tanto, que la
misma motivación –teológica en su argumentación, política en su
intención- llevó al Islam a descartar la reencarnación como posibilidad. Según el artículo de Roger Riviére en la Gran Enciclopedia Rialp, órgano oficioso del Opus y, por tanto, autoridad en la materia:
El judaísmo y el Islam no aceptan la metempsicosis, como tampoco lo hace el Antiguo Testamento. Aunque algunos autores han discutido la creencia de ciertos sabios judíos en la metempsícosis, no debe confundirse con la preexistencia de las almas humanas que parecen admitir doctores palestinos, considerando que Yahveh había creado todas las almas juntas de una vez; algunos rabinos admitirían que las almas esperan en el séptimo cielo la posibilidad de encarnarse (…) La metempsicosis no es compatible con la revelación del Antiguo Testamento ni con la del Nuevo Testamento.
Pero por mucho que Roma se oponga a un concepto que considera “herético”, lo cierto es que la creencia en la reencarnación está cada vez más extendida en Occidente,
en parte por la influencia de las religiones orientales que llegan
filtradas por la Nueva Era, en parte por un creciente número de médicos
disidentes que desconfían la visión materialista de la ciencia. Es el
caso de los psiquiatras Brian Weiss o Ian Stevenson,
convencidos de que la reencarnación es la única explicación posible a
casos clínicos en los que el sujeto aparenta tener regresiones a vidas
pasadas.
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