El miedo y la esperanza son emociones
poderosas e inevitables. La fuerza que nos lleva a imaginar el futuro, y
temer o desear lo que vendrá, es espontanea. Sin embargo, la historia
nos ha enseñado a desconfiar de los gobiernos que inflaman esas dos
pasiones. Si un Estado promueve el miedo o promete esperanzas
salvíficas, podemos empezar a sospechar que algo va mal. Cuando las
instituciones políticas se apoderan del tejido emocional del pueblo, los
efectos suelen ser catastróficos: dictaduras brutales, Estados
policiales, cazas de brujas y genocidios. Todos ellos se originan en el
uso institucional del miedo. Por ello, tras muchos tropiezos, hemos
aprendido que el miedo debe quedar fuera de la esfera política. No
siempre fue así.
Hablando de su nacimiento, Thomas Hobbes
dijo: “el miedo y yo nacimos gemelos”. Según cuenta, su madre dio a luz
de modo prematuro ante la noticia de la inminente llegada de la Armada
Invencible. No se trata de una anécdota sin importancia. Con ello, el
fundador de la teoría política moderna, estaba aludiendo a la
importancia que tuvo esta emoción primaria en su sistema filosófico.
La
mayoría de los filósofos que han hablado sobre el miedo, le han asignado
un papel negativo. Para Epicuro, por ejemplo, el miedo es el principal
obstáculo para alcanzar la felicidad y para Spinoza, por poner otro
ejemplo, el miedo, junto con la esperanza, constituyen las peores de
nuestras pasiones porque disminuyen nuestra capacidad de actuar. Sin
embargo, Hobbes le asigna al miedo un papel positivo y creador. Nada más
y nada menos que el de ser el motor del origen de la civilización y de
la vida sujeta a leyes. El miedo es, en su opinión, lo que mueve a los
seres humanos a someterse a la autoridad de un Estado. En un hipotético
“estado de naturaleza”, en el que no existiese el Estado, los seres
humanos habitarían un mundo brutal y despiadado. En tal situación
viviríamos a merced del violento capricho de los otros, en un estado de
guerra permanente. El miedo y la inseguridad generados por esta “guerra
de todos contra todos”, haría que nuestra vida fuese invivible. Por
ello, los seres humanos tienden a ceder su libertad natural a un
soberano que debe ser capaz de garantizar la seguridad de todos. ¿Cómo
hará el soberano tal cosa? De nuevo, mediante el miedo. Éste impondría
su “legítima” autoridad mediante el miedo al castigo. Con ello Hobbes
convierte el miedo y la necesidad de seguridad en las piedras angulares
de su planteamiento político. Es la fuerza que origina y da legitimidad
al Estado, al tiempo que es el instrumento que permite mantener el orden
social.
Con este planteamiento, Hobbes estaba
realizando la primera gran fundamentación teórica del Estado
absolutista. El poder del soberano no debía tener límites mientras fuese
capaz de proporcionar seguridad a su pueblo. Aunque varios siglos
después, parece que el liberalismo político ha ganado la batalla, el
miedo ha vuelto a surgir en numerosas ocasiones como instrumento de
control político. Todos los totalitarismos sin excepción han hecho un
uso abusivo del miedo como instrumento de cohesión social. No hay nada
que mantenga más unido a un pueblo que el miedo a un enemigo común. Los
judíos, los masones, los comunistas y demás enemigos fantasmáticos, no
son más que instrumentos de cohesión para mantener unido a un pueblo,
que de otro modo, no vería ninguna razón para unirse bajo la bandera de
un tirano.
El miedo es aún más útil como instrumento de dominio, cuando
conseguimos convencer al pueblo de que el enemigo no está sólo más allá
de nuestras fronteras, sino que también puede ser nuestro vecino. El
imaginario de la mayoría de las dictaduras está poblado de agentes
encubiertos que buscan perturbar el orden social y que constituyen un
serio peligro para los valores patrios. El miedo, lejos de lo que
pretendía Hobbes, no sólo no es una fuente de legitimidad para el Estado
sino que es un sustituto para la falta de legitimidad del mismo. Cuando
un Estado no puede o no quiere cumplir con las funciones de las que
mana su legitimidad, como la protección de los derechos fundamentales de
sus ciudadanos, el recurso al miedo es la única salida que le queda
para evitar un levantamiento popular.
El caso es que en las democracias
modernas parece que el miedo ha quedado desterrado de la vida política.
Seguimos viviendo con miedo por infinidad de cosas, pero el Estado ha
dejado de arrogarse la potestad de provocar miedo en sus ciudadanos.
Seguro que podemos encontrar ejemplos de gobiernos democráticos que han
coqueteado con las bazas del miedo y la necesidad de seguridad, para
hacer tragar a los ciudadanos cosas que en condiciones normales, no
aceptarían. El brutal ataque contra los derechos humanos que acometió la
administración Bush tras el 11-S, sería un ejemplo perfecto de ello.
Sin embargo, tales conductas políticas son desviaciones de la normalidad
democrática. Cuando un gobierno democrático promueve o se aprovecha del
miedo para gobernar, lo que se pone en peligro es la misma
democraticidad de la democracia. En general, podemos decir que la
democracia y el uso político del miedo son incompatibles.
El uso político del miedo para llevar a
cabo medidas, que en condiciones normales serían rechazadas por la
soberanía popular, está magníficamente documentado en el libro La doctrina de shock
de Naomi Klein. Su hilo conductor pretende mostrar cómo el paulatino
desmantelamiento del Estado de bienestar, ha tendido a apoyarse en
sucesos dramáticos y desastrosos para acometer reformas, que de no ser
por el miedo y el desconcierto de la población, habrían encontrado una
seria resistencia popular. Klein nos muestra que no se trata de algo
casual, sino que responde a una estrategia deliberada de los
neoconservadores. Milton Friedman y la Escuela de Chicago,
conscientes de que sus propuestas son necesariamente impopulares en una
sociedad “contaminada” por ideales socialistas, han argumentado en más
de una ocasión sobre la necesidad de aprovechar aquellos momentos en los
que la población está en estado de shock, para llevar a cabo reformas
liberalizadoras de gran calado. Klein emplea un ejemplo especialmente
ilustrativo de esta actitud. Tras el desastre del Katrina en Nueva
Orleans, a sus 93 años de edad, Friedman aún tuvo energías para
recomendar en The Wall Street Journal que se aprovechase el desastre
para acometer una reforma de la red educativa de Nueva Orleans. Antes de
que los ciudadanos pudiesen volver a sus hogares, la mayoría de las
escuelas públicas fueron sustituidas por escuelas privadas. Se trata de
un ejemplo a pequeña escala de la estrategia básica de los neoliberales.
Como una gran mayoría social se encuentra bastante apegada al Estado de
bienestar, es necesario acudir al desastre para privatizar y
liberalizar los servicios públicos. Se trata de usar el miedo y el
desconcierto para burlar la soberanía popular. Friedman y sus secuaces,
convencidos de la verdad científica de la eficiencia y perfección del
libre mercado, y de la ignorancia del pueblo en materia económica,
sostienen que hay que aprovechar aquellos momentos en los que la
sociedad civil se encuentra en estado de shock, para profundizar en la
economía de libre mercado.
Aquí nos encontramos con la vieja actitud
antidemocrática del platonismo: como los ciudadanos no saben lo que es
bueno para ellos, es preferible que gobiernen los que sí lo saben. Como
el pueblo ignora las bondades del libre mercado y se siente
irracionalmente apegado a las instituciones del Estado de bienestar, es
necesario aprovechar su miedo para conducirlos por el buen camino.
Klein, en un monumental trabajo de investigación periodística, nos
muestra cómo los grandes avances en la implantación de políticas
neoliberales, han ido casi siempre precedidos de un estado de shock o
conmoción en la sociedad civil. Lean su libro, merece la pena.
Estas reflexiones son preocupantes porque
vivimos en un continuo estado de miedo, acechados por vaticinios
catastrofistas. En los últimos años, el miedo difuso a una quiebra del
sistema financiero no deja de ser alimentado por instituciones de gran
peso internacional como el FMI. Por todas partes nos llueven mensajes de
catástrofe inminente. Las agencias de calificación de riesgo provocan
terror, cuantificando el miedo, mediante un sistema de letras ominosas.
No hay día que los periódicos no hablen del miedo de los mercados. Y
así, en este clima de incertidumbre, es donde florecen los ataques a la
soberanía popular. ¿Hay algún ciudadano que viva de su trabajo que pueda
estar de acuerdo con la última reforma del sistema de pensiones?
¿Realmente algún trabajador puede estar de acuerdo con las últimas
reformas laborales? ¿Cómo un gobierno democrático puede acometer tales
reformas sin apenas respuesta social? Sólo puede hacerlo alimentando el
miedo a lo peor.
Si no se reforma el sistema de pensiones, la caja de la
seguridad social puede quedar vacía. Si no se reforma el mercado
laboral, el paro seguirá creciendo. Si no reformamos la constitución,
los mercados pueden perder la confianza en nuestra deuda. La lógica que
subyace a esta justificación de reformas impopulares, consiste en
presentar al ciudadano la alternativa entre algo malo y una situación
catastrófica. Todas las reformas neoliberales a las que estamos
asistiendo son alimentadas por el miedo a la catástrofe, y si alguna vez
cesa la tormenta y vuelve la confianza a los mercados, nos
encontraremos con que nos hemos dejado el Estado de bienestar por el
camino. Así, mediante el uso político del miedo, es como la democracia
queda burlada. No lo olviden. Los que medran con el miedo, son los
verdaderos enemigos de la democracia.
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