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3 de septiembre de 2010

Cómo morimos

Una amiga me preguntó, hablando de su abuelo que ya estaba en las últimas, «Si el abuelo lleva un marcapasos para que no se le pare el corazón, y uno está muerto cuando el corazón se para… ¿cómo se puede morir?» Nunca se me había ocurrido que a alguien le interesaría saber cómo nos podemos morir, ni tampoco me había percatado de que hay mucha gente que desconoce eso que me parecía tan obvio. Así que, basándome en las causas de muerte más comunes, resumo algunos de los mecanismos que hay detrás de ellas. No pretendo ser exhaustivo ni mucho menos, sino simplemente dar unas pocas pistas.

Infarto de miocardio. El corazón no recibe sangre y se muere. Puede ocurrir una arritmia maligna, que hace que el corazón no tenga impulsos para latir. También puede ocurrir que haya tal cantidad de músculo muerto que no se pueda contraer. O que, directamente, el miocardio se rompa, y a tomar por culo todo. O que sea incapaz de movilizar la suficiente sangre y ésta se acumule en el pulmón, causando un edema y muriendo asfixiados lentamente (algo poco agradable).

Ictus (accidente cerebrovascular). El cerebro no recibe sangre, los mecanismos de control celulares se joden y se hincha como una esponja (edema cerebral). O quizás hay una hemorragia que lo llena todo de sangre: el caso es que el bulbo raquídeo, que regula la respiración y la frecuencia cardíaca (entre otros), se espachurra contra el hueso y no funciona. Aquí nos moriríamos asfixiados, a no ser que nos ingresen en una UCI y nos conecten a un respirador. Pero entonces acabaríamos con una neumonía o un fallo hipofisario. Porque esa es otra: hay cantidad de hormonas que se controlan desde un colgajillo del tamaño de una cereza, detrás de los ojos. Ese colgajillo controla el cortisol, que es nuestra gasolina metabólica (no cortisol, no way), o la ADH, que se ocupa de que tengamos los iones apropiados en la sangre. Se altera el sodio, volvemos al edema cerebral.

Cáncer. Un cáncer no mata. Mata las hormonas que segrega, como la adrenalina del feocromocitoma, que provoca una hipertensión arterial brutal que el corazón no puede afrontar. O las que no segrega, como el hepatocarcinoma que no produce factores de coagulación y mueres desangrado. Algo parecido ocurre en las leucemias: tanto producir células cancerosas, al final la médula se olvida de producir plaquetas, y mueres por una hemorragia, o leucocitos, y te mata una infección. O produce demasiadas, se apelotonan en un vaso, y volvemos al capítulo del ictus.


También las consecuencias del “efecto masa”: un cáncer de pulmón que obstruye los bronquios e impide la ventilación y oxigenación de la sangre, un cáncer de colon que ocluye el intestino grueso y causa una perforación (¡hala, toda la tripa llena de mierda!), o ese mismo hepatocarcinoma, que impide que la sangre fluya por el hígado y la manda por otros caminos, causando unas varices esofágicas por las que pierdes litros de sangre cuando se rompen. Y, claro, las metástasis de cualquier hijueputa, desde el de ovario hasta el melanoma. Por no olvidar las alteraciones generales que provocan en el organismo: un montón de células, metabolizando a todo trapo y dejando sin comida a las sanas (emaciación), a la vez que producen sustancias procoagulantes que causan una trombosis pulmonar. O esas metástasis óseas del cáncer de mama o el de riñón, que se comen el hueso, suben el calcio en sangre y causan una arritmia letal.

Neumonía y otras infecciones. Este es el mecanismo final para muchas enfermedades, desde la demencia hasta el ictus. Fallan los mecanismos de defensa naturales del organismo, desde la tos hasta el bazo, destruido trombosis tras trombosis en una anemia falciforme. Infección chiquitita al principio, va creciendo a sus anchas en un organismo sin cortisol que pueda estimular una respuesta inmune, o sin proteínas por un riñón que falla o un cáncer acaparador. Esa infección libera mediadores a la sangre: del mismo modo que tu piel se pondría roja e hinchada, esos mediadores hacen que los vasos se dilaten y tengan fugas por todas partes (sepsis, que lo llaman), la presión arterial baje, y los órganos empiecen a fallar uno tras otro, desde el riñón que no recibe sangre para filtrar, hasta el corazón, al que no le llega sangre que bombear.

Fallo renal. En cualquiera caso, nos interesa tener un riñón contento y funcionando eficazmente. De lo contrario, los iones empezarán a desbarrar, magnesio y potasio para arriba, y nos moriremos de una arritmia si el exceso de urea en sangre no nos ha frito el cerebro antes.

Traumatismo. Este es fácil: desangrado. De hecho, tiene hasta una entrada en el blog: muerto en el acto.

En cuanto a la duda concreta de mi amiga, un marcapasos no hace que el corazón lata. Perdonadme la obviedad, pero un marcapasos simplemente marca el paso. Estimula el corazón en ciertos puntos para que este, si quiere y puede, se contraiga. Pero si fallan las concentraciones de iones en sangre, se desploma la presión arterial (y/o el volumen sanguíneo), el miocardio no está irrigado o cualquier otra cosa, el marcapasos no sirve de nada.

Espero no haber acojonado demasiado a la parroquia. Dudas, sugerencias y correcciones, por el conducto habitual.

EDIT 02/09
Como me corrigen en los comentarios, no he explicado que el mecanismo último de la muerte es la “insuficiencia encefálica”. O sea: que los sesos se quedan como para freírlos con cebolla. La definición de muerte está explicada con todo detalle en esta entrada antigua, pero se resume en que no tenemos forma de sustituir un fallo cerebral. Si falla el corazón, tenemos fármacos, dispositivos de asistencia, incluso bombas externas que mueven la sangre mientras llega un órgano de recambio. Parecido con el hígado y el MARS, o con el riñón y la diálisis. Pero si el cerebro se va a freír espárragos… Sayonara, baby.



Fuente:

At Per Ardua ad Astra
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