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17 de marzo de 2013

Mecánica de Fluidos (última parte): Presión atmosférica

Mecánica de Fluidos - Quinta  Parte


En el capítulo anterior de [Mecánica de fluidos I] estudiamos el principio fundamental de la hidrostática y su conclusión anti-intuitiva de que el volumen de fluido no influye sobre la presión, sino que sólo lo hacen su profundidad y densidad. Como espero que recuerdes, hablamos también de Blaise Pascal y sus experimentos para demostrar este principio, y terminamos con algunos números concretos al aplicar el principio a cosas como el océano o la atmósfera.

Hoy seguiremos precisamente hablando acerca del aire y la presión que ejerce sobre todo lo que hay en su interior –como nosotros mismos–, y volveremos a disfrutar del genio de Blaise Pascal. No será un artículo denso en conceptos, sino que intentaremos relacionar lo que hemos estudiado hasta ahora con un fluido concreto y especialmente con la presión que ejerce, de paso que recorremos brevemente la historia de nuestro conocimiento sobre esa presión, la presión atmosférica. Además, para terminar haremos juntos –si lo tienes a bien– uno de mis experimentos favoritos relacionados con la presión.

Como dijimos en el artículo anterior, al aplicar la ecuación fundamental de la hidrostática a la capa de aire que corresponde a un edificio de diez pisos el resultado no es demasiado impresionante: unos 360 pascales. La razón era, por supuesto, que la densidad del aire es muy pequeña, de algo más de un kilo por cada metro cúbico. Pero ¿qué sucede si aplicamos el principio a toda la atmósfera?

Lo primero que sucede, desgraciadamente, es que la ecuación que obtuvimos en el artículo anterior no sirve: como recordarás, allí hicimos la suposición de que tanto la gravedad como la densidad del fluido eran uniformes. Esto es muy aproximadamente cierto para el desnivel que corresponde a un edificio de diez pisos pero, claro está, no lo es para el espesor de la atmósfera entera. Es posible calcular la presión de un modo más complicado teniendo en cuenta la variación de la densidad del aire con la altitud (la gravedad varía bastante poco pero también es posible tener en cuenta esa variación), pero es que ni siquiera hace falta eso. No hay más que recordar los ejemplos de los vasos comunicantes de la entrega anterior para poder inventar un sistema con el que medir la presión de la atmósfera entera con la misma ecuación de antes.

Mejor dicho, no hace falta más que recordar eso… y tener el ingenio necesario para poner en práctica el sistema, algo que consiguió un italiano, discípulo de Galileo Galilei: Evangelista Torricelli.


El experimento de Torricelli

Torricelli fue conquistado por la forma de hacer ciencia de Galileo cuando leyó su magnífico Discorsi e dimostrazioni matematiche intorno à due nuove scienze (Discursos y demostraciones matemáticas en torno a dos nuevas ciencias), del que hemos hablado largo y tendido en el pasado. Aunque Torricelli sólo convivió con su maestro durante unos meses, la filosofía galileana lo marcó profundamente, sobre todo la contribución más importante de Galileo a la ciencia moderna: la idea de que el Universo está escrito en el lenguaje de las matemáticas. Así, Torricelli no sólo fue un gran científico sino también un excelente matemático, y aplicó su conocimiento en un campo al otro constantemente para resolver problemas.

Uno de estos problemas era un misterio que traía locos a los científicos del siglo XVII. En la época empezaban a construirse las primeras bombas de vacío, que usando válvulas extraían aire de un recipiente, consiguiendo así elevar agua. El funcionamiento de la elevación del agua usando estas bombas, de acuerdo con la física de la época, tenía todo el sentido del mundo: desde los antiguos griegos –en particular Parménides y, sobre todo, Aristóteles– existía el concepto del horror vacui. La Naturaleza aborrece el vacío, luego si tratamos de crear uno, los fluidos se moverán para rellenar ese vacío de modo que no exista. Al retirar el aire que hay sobre un líquido, por ejemplo, obligamos al líquido a subir para rellenar ese vacío, que no puede existir más que un instante antes de que la Naturaleza –por razones que nadie acertaba a explicar– acabe con tal espanto.

Sí, todo esto tenía sentido excepto por el misterio que he mencionado antes. Los ingenieros del Gran Duque de la Toscana, a principios del siglo XVII, se encontraron con que la Naturaleza aborrece el vacío sólo hasta cierto punto. Cuando construían bombas para elevar agua los aparatos funcionaban estupendamente bien, pero sólo para elevar el agua hasta unos diez metros. Cualquier intento para elevar el agua más allá no tenía absolutamente ningún efecto: el agua iba subiendo según se retiraba el aire del tubo sobre su superficie, hasta que alcanzaba diez metros de altura. Y entonces se paraba. No había nada que se pudiera hacer para que siguiera subiendo.

Y esa altura de diez metros para la columna de agua no dependía de nada: ni de la potencia o calidad de la bomba, ni del grosor del tubo (¡incluso un tubo finísimo con muy poca agua dentro sólo la subía diez metros!), ni de ninguna otra cosa. ¿Por qué? ¿Por qué la Naturaleza no aborrecía el vacío que quedaba sobre el agua? ¿O es que no había tal vacío?

De acuerdo con el divino Galileo Galilei, la razón era la siguiente. El vacío ejercía una fuerza de succión sobre el agua, pero esa fuerza tenía un límite: si se intentaba elevar demasiada agua, era como si se intentase levantar un enorme peso con un hilo no demasiado resistente, que terminaba rompiéndose y no podía continuar levantando el peso. Cuanto más perfecto fuera el vacío, mayor sería la fuerza de succión ejercida por el horror vacui.

Dos italianos, Gasparo Betti y Rafael Magiotti, decidieron entonces realizar un experimento para medir esa máxima fuerza de succión realizada por el vacío. Para ello no usaron una bomba –que nunca puede extraer todo el aire de un recipiente, y menos aún las de 1640–, sino algo de una elegancia y una sencillez que me admira.

Magiotti y Berti tomaron un tubo de plomo muy largo completamente lleno de agua y cerrado por ambos extremos (en el superior había una parte de vidrio para ver el interior); lo pusieron vertical y sumergieron el extremo inferior en una gran tinaja de agua, y luego quitaron la tapa inferior del tubo –la que estaba bajo el agua–. Puedes imaginar lo que sucedió: el agua descendió por el tubo hasta que el desnivel entre la superficie del agua de la tinaja y la superficie del agua dentro del tubo había unos diez metros.

Experimento de Berti y Magiotti
 

Grabado del experimento de Magiotti y Berti en Florencia.

Pero ¿qué sustancia ocupaba el espacio sobre la superficie del agua dentro del tubo? El extremo superior estaba cerrado, de modo que no podía entrar aire, y no se habían observado burbujas de aire subir por el tubo, de manera que nada había entrado tampoco por el extremo inferior. La conclusión de Berti y Magiotti fue clara: en la parte superior del tubo no había nada. Era el vacío, que sostenía, tirando hacia arriba, el agua que había por debajo. Esto era controvertido, claro, ya que como hemos dicho mucha gente pensaba que el vacío no podía existir. Los partidarios de la física aristotélica sostenían que la parte superior no estaba realmente vacía, sino rellena de vapor de agua, aunque fuese con una densidad bastante pequeña.

Sin embargo, otro italiano no estaba de acuerdo con Galileo, Magiotti y Berti: el propio discípulo de Galileo, Evangelista Torricelli. Para Torricelli no era necesario recurrir al horror vacui para explicar lo que estaba pasando: según él, quien elevaba el agua era el peso de la atmósfera. No era que el vacío tirase hacia arriba del agua del tubo, sino que el aire la empujaba desde abajo. Esto era una locura aún mayor para los aristotélicos: ¡pero si el aire no pesa!

Para poder experimentar de manera más simple que Berti y Magiotti, Torricelli realizó un experimento muy similar con un líquido mucho más pesado que el agua: el mercurio. Dado que el mercurio es trece veces más denso que el agua, una columna de mercurio que pese lo mismo que otra de agua tiene una altura trece veces menor. Como sus predecesores, Torricelli llenó el tubo con el líquido –mercurio en este caso–, introdujo el extremo inferior en una tinaja llena de ese líquido y luego dejó libre ese extremo inferior. El mercurio descendió por el tubo, dejando un hueco en la parte superior, y el italiano observó lo que esperaba: que la columna de mercurio medía trece veces menos sobre la superficie libre del líquido de lo que había medido la de agua en el experimento anterior. Por si tienes curiosidad, la columna medida por Torricelli tenía unos 76 cm de altura, algo mucho más manejable que diez metros de tubo.

Experimento de Torricelli

La explicación de Torricelli –que era la buena, por cierto, aunque él no pudiera aún demostrarlo– era la siguiente: el mercurio del tubo sufre una fuerza hacia abajo, su propio peso, y otra hacia arriba, que es el peso del aire que empuja la superficie de mercurio en la tinaja, como se ve en la figura. Así, la columna de mercurio actúa como una especie de balanza: cuando el peso de la columna es igual que el del aire de fuera, todo se equilibra. Si echásemos algo más de mercurio –como sucede al principio del experimento, cuando hay más de 76 cm de mercurio–, el mercurio del tubo pesa más que el aire de fuera, con lo que desciende hasta que su peso iguala el del aire, y entonces se detiene.

Como puedes imaginar, la mayor parte de los filósofos naturales de la época se llevaron las manos a la cabeza: en primer lugar, ¿qué era esto de que el aire pesaba, y que no hacía falta recurrir al horror vacui para explicar que el mercurio del tubo no se cayera? Y en segundo lugar, ¿cómo osaba Torricelli contradecir a su maestro, ya fallecido, el gran Galileo Galilei? Y el problema era, claro está, que tan válida era una explicación como la otra –aire que empujaba desde abajo o vacío que tiraba desde arriba–. ¿Quién podría deshacer el entuerto?

El experimento de Pascal

Pues el auténtico héroe de este bloque de artículos, claro: Blaise Pascal, tan ingenioso como dado a la farándula y el experimento público. Pascal tenía una intuición física fuera de lo común y en cuanto escuchó hablar del experimento de Torricelli se puso de su parte: la explicación de Torricelli le parecía más probable que la del vacío. Y Pascal –en mi humilde opinión, claro– era un experimentador más ingenioso que Torricelli. En poco tiempo ideó dos experimentos con los que desafiar a los aristotélicos.

En primer lugar, para desmontar la idea de que la parte superior del tubo de Torricelli (como el de Berti y compañía antes que él) no estaba vacía, sino llena de vapor como decían los aristotélicos, Pascal hizo algo digno del mejor empirista: desafió a los otros a predecir lo que sucedería con un experimento diferente. Si se llenaba el largo tubo y el recipiente con vino en vez de agua, ¿mediría la columna más o menos que antes? La densidad del vino es muy parecida a la del agua, de modo que eso no iba a modificar demasiado el resultado.

De acuerdo con la física aristotélica, el vino es una bebida más espirituosa que el agua: libera una gran cantidad de vapores. Por lo tanto, los aristotélicos se apresuraron a predecir que, dado que habría mucho más vapor en la parte superior del tubo, la columna de vino debía ser bastante más baja que la de agua. Pascal anunció la fecha y lugar del experimento en 1646 en Rouen e invitó a verlo a todo el que quisiera. Acudieron medio millar de personas, algo extraordinario para la época.

Y la columna de vino midió diez metros.

No contento con eso, Pascal impulsó el experimento realmente esclarecedor, el que convirtió la doctrina Torricelli en la triunfadora y nos llevó por fin a comprender el comportamiento de la presión atmosférica. Digo impulsó y no realizó porque no lo hizo él mismo: escribió una carta a su cuñado, Florin Perier, que vivía cerca del Puy de Dome, una montaña francesa. Pascal pidió a Perier que tomase un artilugio de Torricelli (recipiente, tubo, mercurio, etc.) y realizase el mismo experimento en la base de la montaña, en la cima y en puntos intermedios. Una vez más, el genio de Pascal consistió en diseñar un experimento cuyo resultado desmontase una u otra hipótesis sin lugar a dudas.

Si los aristotélicos tenían razón, la columna de mercurio mediría siempre lo mismo. Si tenía razón Galileo, la columna de mercurio también mediría siempre lo mismo, ya que el vacío era el mismo en la base, en la cima o en cualquier otro sitio, y por tanto su “poder succionador” también. Sin embargo, si tenían razón Torricelli y el propio Pascal, la columna mediría menos según se ascendía la ladera de la montaña, ya que cada vez habría menos aire sobre ella, de modo que el peso de la atmósfera sobre la superficie libre de mercurio sería cada vez menor.

Para sorpresa de casi todo el mundo –no para ti, espero–, la columna de mercurio no sólo descendió según Perier subía por la ladera de la montaña, sino que lo hizo de manera proporcional al ascenso. Pascal había propinado el toque de gracia a la concepción aristotélica del vacío. ¿No merece el bueno de Blaise que los pascales se llamen así en su honor, sin quitar méritos a Torricelli?

Lo que el italiano había construido para sus experimentos fue uno de los primeros barómetros, es decir, instrumentos para medir la presión de la atmósfera. Al usar uno a diferentes altitudes, como hizo el cuñado de Pascal, es posible comprobar la variación de presión con la altitud sobre el nivel del mar. Sin embargo, para asimilar mejor la situación, más que pensar en subir por la ladera de la montaña, es más conveniente utilizar una imagen diferente.

Tú, estimado lector, eres un pez abisal de la atmósfera.

Te encuentras ahora mismo en el fondo de un océano de una profundidad apabullante, muchos kilómetros por debajo de la superficie: muchísimo más profundo que la fosa oceánica más profunda. Para conseguir salir a la superficie (que sería, en este caso, el espacio interplanetario) tendrías que “nadar” hacia arriba una distancia mucho mayor que cualquier pez abisal del océano de agua.

Las diferencias entre ambos océanos (el de agua y el de aire) son fundamentalmente tres. Por una parte, evidentemente, el aire es muchísimo menos denso que el agua. Por otra, el agua tiene una densidad prácticamente constante según te sumerges en el océano, pero el aire no: al ser un gas, su densidad depende mucho de la presión. El aire cerca del suelo, donde estamos nosotros, está comprimido por el peso de todo el aire sobre él, de modo que su densidad (como vimos, alrededor de 1,2 kg/m3) es la más alta de toda la atmósfera, al estar “apretujado” por el aire de capas superiores.

Aunque Perier, el cuñado de Pascal, midió una disminución en la presión proporcional a los metros de ascenso, esto sólo sucede mientras la densidad del aire es uniforme. Si subes lo suficiente, la menor presión supone una menor densidad del aire sobre tu cabeza, de modo que la presión disminuye a su vez más lentamente. 

Esto significa que, igual que la densidad atmosférica es máxima cerca del suelo por la presión de las capas superiores, lo mismo pasa para su descenso: es más brusco cerca del suelo pero se suaviza según subes.

Variación de la presión con la altitud
 

Variación de la presión con la altitud (dominio público).

Si comprendes esto, también comprenderás la tercera diferencia con el océano: el agua tiene una superficie bien definida, una separación entre agua y aire. Sin embargo, dado que la densidad disminuye más despacio cuanto más pequeña es, no hay una superficie definida, sino que el aire se va difuminando y volviendo más y más tenue, pero nunca se alcanza un límite claro donde termina la atmósfera. Desde luego, pasado un cierto punto hay tan poco aire a tu alrededor que puedes decir que has abandonado la atmósfera, pero no es fácil decir dónde. Si quieres leer algo más sobre la transición espacio-atmósfera, puedes hacerlo en el tercer artículo dedicado a la Tierra dentro de El Sistema Solar.

El experimento de Berti y Magiotti, más que el del propio Torricelli, sirve para que te hagas una idea de cuánta presión ejerce todo ese aire: el mismo que una columna de agua de unos diez metros de profundidad. Dicho de otro modo, hay la misma diferencia de presión entre la cima de la atmósfera y tu cabeza que la que sentirías si buceas a diez metros de profundidad bajo la superficie de un lago. Si alguna vez has llegado al fondo de una piscina de tres o cuatro metros, serás consciente de que esto no es ninguna tontería — es una presión considerable.

De hecho, con lo que sabes ya puedes calcular cuánta presión es: diez metros de agua suponen una presión de 1000 kg/m3 (la densidad del agua) por 10 m/s2 (la gravedad en la superficie terrestre) por 10 m (la profundidad de la columna de agua), es decir, unos 100 000 Pa (100 kPa). Para poner esto en perspectiva de otro modo, la fuerza sobre la superficie de todo tu cuerpo es equivalente al peso de un coche de una tonelada. ¡Y los aristotélicos decían que el aire no pesa!


Pascales, atmósferas, bares, mmHg y milibares

Por desgracia (en mi opinión, por supuesto), a lo largo de los años han ido proliferando unidades alternativas a la presión, diferentes de los pascales, y por razones históricas seguimos usando un batiburrillo de ellas aún hoy en día. Aunque no me gusten ni un pelo, este bloque y en particular este artículo no estarían completos si no te diera una idea de cuáles son y cuál es su equivalencia con los pascales — dicho esto, si alguna vez utilizas cualquiera de ellas espero que imagines mis ojos desaprobadores mirándote. Sí, mirándote con desaprobación.

Dado que los primeros barómetros fueron de mercurio, à la Torricelli, a veces se mide la presión simplemente como la altura de una columna de mercurio en milímetros: mmHg. Por ejemplo, el italiano midió una altura de unos 76 cm para su columna de mercurio, con lo que usando estas unidades podríamos decir que la presión en ese caso era de 760 milímetros de mercurio, es decir, 760 mmHg. La relación, de hecho, es más o menos esa: 760 mmHg equivalen aproximadamente a 100 kPa.

Puesto que la presión atmosférica en el suelo es un valor importante, también se empezó a utilizar como unidad en sí misma. Así, una atmósfera se definió como la presión atmosférica media en París. Por si tienes curiosidad, se consideró que ese valor es de unos 101 325 Pa.

Sin embargo, dado que ese número es absurdamente difícil de recordar mientras que, al mismo tiempo, es arbitrario, pronto se empezó a utilizar otra unidad de presión que básicamente es la presión atmosférica pero redondeada: 100 000 Pa. A ese valor se le dio el nombre de bar, del griego peso. Dicho de otro modo, un bar no es más que cien kilopascales.

Pero, ¡ah!, dado que las variaciones de presión entre unos lugares y otros, unos días y otros o unas altitudes y otras son mucho más pequeñas que un bar, pronto empezaron a usarse submúltiplos del bar, sobre todo los milibares, la milésima parte de un bar: mbar, que se siguen usando mucho en meteorología, desgraciadamente. Por tanto, un milibar no es más que cien pascales.

Ya que estamos haciendo números, aunque a mayor altitud la cosa varíe por las razones que he explicado antes, cerca del suelo es posible utilizar sin más la fórmula fundamental de la hidrostática para estimar cuánto disminuye la presión según subes: cada metro de aire supone unos 12 Pa (1,2·10·1). Dicho de otro modo, cada ochenta metros disminuyen la presión 1 kPa. Mil pascales pueden parecer mucho, pero claro, esto significa que si estás al nivel del mar y subes ochenta metros la presión pasa de 100 kPa a 99 kPa, es decir, es tan sólo un 1% de variación que no se nota mucho.

Hablando de notar, ¿por qué no notamos esta enorme presión? Como hemos dicho antes, la presión atmosférica equivale a la de irse al fondo de una piscina de 10 metros de profundidad. Sin embargo, como bien comprobaron Torricelli o Pascal, no era evidente en absoluto que la atmósfera pesara sobre nuestras cabezas. ¿Por qué tardamos tanto tiempo en notarla?

La respuesta es que sí vemos signos de la presión atmosférica todo el tiempo pero, como siempre sucede con la presión, sólo se notan las diferencias de presión, no las presiones absolutas. Para entender esto lo mejor es ir a un ejemplo concreto, el ejemplo en el que todos hemos experimentado la diferencia de presión: el del tímpano.

Ahora mismo, según lees estas líneas, tu tímpano está sometido a dos fuerzas encontradas: el aire del interior presiona hacia fuera, y el del exterior presiona sobre el tímpano hacia dentro. Sin embargo, en ambos casos la presión es la misma (depende de donde estés, pero supongamos que 100 kPa). Por lo tanto, tu tímpano no sufre una presión neta hacia ninguno de los dos lados y no notas nada.

Si buceas al fondo de una piscina de 3 metros de profundidad, sin embargo, la cosa cambia. Dentro de ti la presión sigue siendo la misma de antes, pero fuera ha aumentado en unos 30 kPa, luego es ahora de 130 kPa. Por lo tanto, el tímpano sufre una presión neta hacia dentro de 30 kPa que sí notas, y puede llegar incluso a producir dolor. Para compensarla, como seguro que sabes, no hay más que taparse la nariz y expulsar aire desde los pulmones, es decir, aumentar la presión en el interior, de modo que sea de unos 130 kPa dentro y también fuera y no se note la diferencia.

Algo parecido pasa cuando subes lo suficiente en la atmósfera, pero entonces es al revés: la presión fuera disminuye por debajo de 100 kPa, de modo que el tímpano sufre una presión neta hacia fuera. Eso suele doler nada o muy poco, pero el tímpano está tenso y no puede vibrar igual de bien que antes, de modo que los oídos “se taponan”. Naturalmente no están taponados, simplemente “hinchados”, y no hay más que esperar a que, poco a poco, la densidad y presión del aire en tu interior disminuyan hasta igualarse con la de fuera para que desaparezca el efecto.

Sin embargo, utilizas la presión atmosférica muy a menudo sin darte cuenta. No voy a aburrirte con ejemplos, pero sí quiero hablar de tres que son lo suficientemente comunes e interesantes como para detenernos en ellos.

En primer lugar, el aspirador. Un aspirador no funciona porque haya nada dentro de él que “tire” del aire hacia dentro. No, como bien decía Torricelli, las fuerzas de succión son aparentes, pero no reales. Lo que sucede es exactamente lo contrario: un ventilador empuja el aire fuera del aspirador (suele haber una rejilla en el cuerpo principal de la máquina), de modo que el aire del tubo tiene, por un extremo, más aire (el de la habitación a 100 kPa), y por el otro extremo nada, ya que el ventilador ha empujado el aire hacia fuera.

Por lo tanto, la presión atmosférica de la habitación empuja el aire hacia el interior del tubo… donde es empujado de nuevo hacia fuera por el ventilador, con lo que el proceso nunca se detiene. Dicho de otro modo, el ventilador mantiene un diferencial de presión fuera-dentro que asegura el flujo de aire por el tubo. Y, dado que el aire arrastra consigo todas las pequeñas partículas, polvo y demás que hubiese en la habitación, es posible así acumularlas dentro del aspirador y usar la máquina para limpiar.

En segundo lugar, las ventosas. Cuando aprietas una ventosa contra un cristal, por ejemplo, en tu cabeza (o al menos en la mía) lo que sucede es que la fuerza de succión de la ventosa la mantiene pegada al cristal. Pero las fuerzas de succión son realmente fuerzas de empuje. Estoy convencido de que, a estas alturas, tú mismo puedes explicar lo que sucede: al apretar la ventosa obligas a salir al aire que había dentro. Por tanto, la superficie de la ventosa sufre la presión atmosférica hacia dentro, pero ninguna presión hacia fuera –pues hemos extraído el aire–. Es la atmósfera la que empuja la ventosa y la mantiene pegada a la superficie.
Si entiendes esto también comprenderás lo siguiente: cuanto más grande sea la ventosa mayor será la fuerza contra la superficie que la sostiene. Claro, al ser más grande también pesa más, pero un efecto es mucho más intenso que el otro. Una ventosa lo suficientemente grande sería imposible de despegar para una persona. Además, dado que es la presión de fuera la que mantiene la ventosa pegada, las ventosas no se quedan tan bien pegadas en unos lugares u otros — cuanto más subas por una montaña, menos presión sufre la ventosa y menos pegada está.

Finalmente, mi ejemplo favorito: la pajita. Cuando bebes cualquier refresco con una pajita, en tu cabeza –o al menos en la mía– eres tú quien hace subir la bebida por la pajita. Pues no, amigo, no: es la atmósfera quien la hace subir. Lo que tú haces es hinchar tus pulmones, disminuyendo la densidad y la presión en el interior. Por lo tanto, la presión exterior es mayor que la interior y la atmósfera empuja la superficie de la bebida en el vaso hacia abajo, haciéndola subir por la pajita.

Dicho de otro modo: si la pajita tuviera más de 10 metros, por más esfuerzos que hicieras, aunque lograses que la presión en tus pulmones fuera exactamente cero, la bebida nunca jamás alcanzaría tus labios. Y es que no eres tú quien tira de ella hacia arriba, sino la atmósfera la que la empuja desde abajo.

De hecho, la mejor manera de asimilar estos tres ejemplos –y los muchos otros que existen– de la acción de la presión atmosférica es pensar en lo siguiente: ¿qué pasaría en la Luna, donde no hay aire?

En la Luna, una aspiradora no haría absolutamente nada. Las ventosas caerían al suelo por mucho que apretases sobre ellas antes y, lo más anti-intuitivo de todo: la bebida no subiría ni un milímetro por la pajita, por muchos esfuerzos que hicieras. ¿O es que pensabas que eras tú quien la subía?

Variaciones locales de la presión atmosférica

Aunque la parte más interesante de este asunto tiene que ver con los movimientos de masas de aire y, por ahora, estamos restringiéndonos a situaciones de equilibrio, no puedo terminar este capítulo sin hablar muy brevemente de las variaciones locales de la presión atmosférica.

Puesto que el aire es un gas, como vimos al hablar de las diferencias entre fluidos, puede cambiar su densidad –y por lo tanto su presión– por causas diversas. Esto significa que la presión atmosférica en cualquier parte no depende sólo de la altitud, sino también de muchas otras cosas, como la temperatura.

Por ejemplo, si el Sol calienta mucho el suelo en una zona determinada, el aire sobre él también se calienta, expandiéndose y, por tanto, disminuyendo su densidad y su presión. Así, esa zona tiene una presión atmosférica más baja que las circundantes, y más baja que antes — es una zona de bajas presiones o borrasca. Como suele suceder que este aire menos denso asciende, se enfría y –si tiene suficiente humedad– produce nubes y lluvia, las borrascas suelen estar asociadas al mal tiempo. Recuerda, por cierto, que esto es un brevísimo ejemplo y hay otras causas que pueden producir un descenso de la presión además del calentamiento producido por el Sol.

Lo contrario sucede si en una zona determinada la presión es más alta de lo normal: puede ser porque haya llegado allí una masa de aire más frío y denso que antes, por ejemplo. La zona de altas presiones se denomina anticiclón, y dado que el aire está frío y es denso, desciende y se calienta, provocando la evaporación del agua: por eso en los anticiclones no suele haber nubes y suelen asociarse al buen tiempo.

Borrasca y anticiclón
 

Borrasca (izquierda) y anticiclón (derecha) (dominio público).

Tanto en un caso como en el otro hay, como digo, movimientos de masas de aire, que a su vez tienen peculiaridades curiosas, pero a ellos llegaremos en su momento, cuando hayamos estudiado los fluidos que no están en equilibrio. Por ahora simplemente quería hablar de los dos nombres –anticiclón y borrasca– y del porqué de las asociaciones con el buen o mal tiempo.

Ideas clave

Aunque éste ha sido una especie de “intermedio” sin demasiada presión –ja, ja– sí deberías tener bien claras las siguientes ideas:
  • La presión de la atmósfera al nivel del mar es de unos 100 kPa, el equivalente a diez metros de agua.
  • Normalmente no notamos la presión atmosférica porque sólo percibimos diferencias de presión dentro-fuera, no presiones absolutas.
  • Sí es posible percibir la presión atmosférica en fenómenos como ventosas, aspiradores o pajitas, al crear esas diferencias de presión a propósito.
  • Cuando una región tiene una presión mayor que las que la rodean se denomina anticiclón, y al contrario, borrasca.

Hasta la próxima…

El experimento de hoy es de los que más emoción despiertan en niños y adolescentes –doy fe de ello–. Creo que es por el atractivo de los fenómenos violentos. Deja clarísimo no sólo la existencia de la presión atmosférica, sino también el hecho de que no es moco de pavo.


Experimento 2 – Implosión

Material necesario: Una lata de refresco vacía, un fogón o similar, agua, un recipiente grande, unas pinzas.

Instrucciones: Llena el fondo de la lata de refresco con un poco de agua (un dedo o dos es suficiente). Nuestro objetivo es hacer que el agua hierva, llenando el interior de la lata de vapor de agua que expulsará a su vez el aire que había dentro. Para ello, tomando la lata con unas pinzas para no quemarte, ponla al fuego hasta que esté completamente llena de vapor de agua (cuando lleve hirviendo un minuto o dos será evidente que está llena de vapor).

Mientras, ten preparado junto al fogón un recipiente grande con agua fría, que usaremos para enfriar la lata. Aquí viene la parte “estresante” del experimento: debes poner la lata boca abajo en contacto con el agua fría, como si fueras a volcarla en el agua pero introduciendo parte de la lata dentro para que se enfríe. Hay que hacerlo rápido para que no se enfríe poco a poco por el camino al retirarla del fuego.

Al entrar en contacto con el agua fría y disminuir bruscamente su temperatura, el vapor de agua se condensa y “llueve” dentro de la lata, cae al agua y, como la boca de la lata está bajo el agua porque la lata está boca abajo, dentro de la lata se hace un vacío bastante razonable (porque no puede entrar aire por ninguna parte). Este vacío repentino hace que el aire de fuera… bueno, mejor lo ves tú mismo. Si es con niños cerca, mejor: no volverán a decirte que el aire no pesa.

Fuente:

El Tamiz

16 de marzo de 2013

Mecánica de Fluídos: Introducción

Hoy iniciamos el cuarto “bloque de conocimiento”, tras los dedicados a la electricidad, la termodinámica y la mecánica clásica. Como aquéllos, se trata de un bloque introductorio en el que no supondré conocimientos previos por parte del lector e intentaré mantener las matemáticas en el mínimo necesario: nuestro objetivo ahora no es alcanzar fórmulas tanto como establecer conceptos cualitativos. Esto no significa, por otro lado, que todo sea un camino de rosas: son necesarias cierta disciplina e inteligencia para asimilar cada bloque, y hace falta esfuerzo para sacar todo el partido posible a cada artículo.

Como siempre, cada capítulo del bloque incluirá cajas de texto con contenido adicional: advertencias, ampliaciones, desafíos y experimentos. Quienes hayáis leído alguno de los otros bloques notaréis una diferencia: en vez de cajas de colores, vamos a utilizar los iconos de los libros, pues creo que son más elegantes. En cualquier caso, mi recomendación es siempre leer el artículo una primera vez saltándote las cajas y centrándote en lo fundamental. Deja pasar un tiempo –por ejemplo, un día o dos– y vuelve a leerlo, pero esta vez con las cajas de texto incluidas. De este modo no debería resultar un exceso de información y seguramente lo entenderás mejor.

Dicho esto, empecemos nuestro camino para conocer la mecánica de fluidos. En este artículo pretendo explicar en qué consiste esta parte de la Física, cuál ha sido el camino que hemos seguido para desentrañar sus secretos a lo largo de la historia y cuáles son las características fundamentales de su objeto de estudio, los fluidos. ¡Vamos con ello!


¿Qué es la mecánica de fluidos?

Hombre, no hace falta una larga explicación sobre esto, pero quiero detenerme en ello porque hay un par de aspectos interesantes. La mecánica de fluidos, como indica su nombre, estudia los fluidos. Sin embargo, no trata de describir todo lo relacionado con ellos: se centra en aspectos mecánicos del comportamiento de los fluidos, como su movimiento, la presión que ejercen, cómo alteran el movimiento de objetos introducidos en ellos, etc. Otras facetas del comportamiento de los fluidos, como sus cambios de temperatura y cosas así, son estudiados por la termodinámica. De hecho, si has leído aquel bloque, verás que aquí repito algunos conceptos definidos allí, aunque en un contexto diferente y haciendo énfasis en cosas distintas; disculpa la repetición, pero al ser ambos bloques introductorios, he preferido mantener ambos independientes a costa de repetir alguna cosa que otra.

La mecánica de fluidos es, por tanto, una aplicación de la mecánica, que estudia el movimiento de partículas puntuales y establece principios generales sobre su comportamiento, a un tipo especial de cuerpos: los fluidos. En cierto sentido, esto hace de esta disciplina algo derivado y no fundamental. Con esto me refiero a que sería posible describir el comportamiento de los fluidos utilizando los principios de la mecánica clásica; en otras palabras, si nos sumergimos de verdad en la mecánica de fluidos y preguntamos “¿por qué?” una y otra vez ante cada afirmación que realiza, al final llegamos a los principios básicos de la mecánica.
Sin embargo, el hecho de que la mecánica de fluidos sea teóricamente derivable a partir de la mecánica clásica no quiere decir que, en la realidad, la hayamos derivado de ella. Esta parte de la Física fue desarrollada en paralelo a la mecánica newtoniana, y contiene muchos principios físicos obtenidos de manera empírica, en varios casos siglos antes de que su explicación teórica a partir de las leyes de la dinámica fuera posible, porque esas leyes no eran aún conocidas.

Incluso ahora que nuestra mecánica está bien madura, sigue teniendo sentido utilizar una mecánica específica para los fluidos. Al fin y al cabo, estudiar el movimiento de una partícula utilizando los principios de la mecánica es bastante simple; hacerlo con dos partículas es más complicado, y hacerlo con cien algo más difícil. Pero piensa lo siguiente: un litro de agua contiene unas 3,35·1025 moléculas, treinta y tres cuatrillones de moléculas en cada litro. ¿Tiene sentido determinar el movimiento de cada molécula con sus propias ecuaciones para describir el comportamiento de un litro de agua? Desde luego que no, sobre todo porque es posible hacerlo con principios que se aplican al conjunto de todas las moléculas — de ahí la existencia, incluso hoy, de la mecánica de fluidos.

Agua
 
Ondas formadas por gotas sobre el agua (Brocken Inaglory / CC Attribution-Sharealke 3.0 License).

En ella, en vez de tratar los fluidos como conjuntos de moléculas, se tratan como un continuo. Para comprender el concepto lo mejor, en mi opinión, es alcanzarlo llevando un proceso al límite. Imagina 1 kg de arena de playa, formada por un grano de arena de 1 kg de masa. Ahora imagina que lo partimos en dos, de modo que la arena está formada por dos granos de 0,5 kg cada uno. Si seguimos haciendo esto hasta tener granos de 1 gramo, la arena estará formada por mil granos de 1 g cada uno.

Ahora imagina que los volvemos a partir un millón de veces, y luego un millón de veces más. Tendríamos un número gigantesco de granos tan pequeños que serían invisibles, individualmente, al ojo humano. Bien, ahora imagina que repetimos el proceso hasta el infinito: la “granularidad” de la arena se haría infinitamente fina, como si triturásemos la masa con una trituradora infinitamente poderosa. El resultado es un continuo, en el que no tiene sentido hablar de las partes, sino del conjunto formado por ellas. Evidentemente la materia no es continua y los fluidos, por tanto, tampoco lo son, pero recuerda el número de moléculas de agua en un litro del líquido; la mecánica de fluidos parte de esta premisa para simplificar enormemente las cosas sin perder apenas rigor y precisión en el resultado.


¿Qué es un fluido?

Como sucede tantas otras veces, es muy fácil tener una idea intuitiva bastante razonable sobre qué es un fluido, pero dar una definición rigurosa no lo es tanto porque se trata de una “etiqueta” más o menos arbitraria que damos a ciertos medios. Dicho mal y pronto,

Un fluido es un medio capaz de fluir, es decir, de cambiar de forma y adaptarse al recipiente que lo contiene.
Esta propiedad la cumplen, en su definición ideal, los líquidos, los gases y los plasmas. Es lo que tienen en común, por mucho que se diferencien en otras cosas, y esta propiedad determina gran parte de su comportamiento en contraposición al de los sólidos. De las diferencias entre los distintos tipos de fluidos hablaremos en la próxima entrega pero, por ahora, centrémonos en lo que los une.



¡Ojo! Fluido ≠ líquido

Sí, ya sé que acabo de definir fluido, pero esta confusión está tan extendida que no puedo dejar de dedicarle su propia advertencia. Los líquidos son fluidos, pero no son los fluidos, sino simplemente un subconjunto de ellos. Tan fluidos como los líquidos son los plasmas, y tanto como ellos los gases.

Existen diferencias entre esos estados de agregación (no se comporta igual el agua que el plasma que forma el núcleo del Sol), pero todos tienen en común una propiedad fundamental, que es la que determina el hecho de que sean fluidos. De modo que un líquido siempre es un fluido, pero hay fluidos que no son líquidos. Sí, ya dejo de ser pedantón.

Así, un ladrillo es un sólido y no es capaz de fluir: tendrá siempre forma de ladrillo esté dentro de un barril, sobre tu mano o en el suelo. Sin embargo, el agua de una botella es un fluido, ya que tiene forma de botella mientras está en ella, pero si la viertes sobre tu mano se adapta a su forma; puesto que tu mano tiene huecos entre los dedos, de hecho, la gravedad terrestre hará que el fluido se escape entre ellos y caiga al suelo. Y, una vez en el suelo, se adaptará a su forma y creará un charco más o menos amplio dependiendo de la profundidad que pueda tener por la forma del terreno.

El aire dentro de un globo tiene la misma propiedad: puedes apretar la superficie del globo con un dedo creando una hendidura, y el gas del interior cambiará de forma para adaptarse a la nueva superficie del globo. Si metes el globo dentro de una caja cuadrada y lo fuerzas a tomar la forma de la caja, el aire tomará forma cuadrada como la caja, etc.



¿Y el puré de patatas?

Como he dicho muchas veces anteriormente en El Tamiz, los nombres que damos a las cosas, nuestras definiciones y nuestras ecuaciones están en nuestra cabeza y son herramientas que nos ayudan a predecir el comportamiento de las cosas, pero no forman parte de las propias cosas.

Siempre se nos enseña que hay sólidos, líquidos y gases, y que los primeros no son fluidos pero los segundos sí. Sin embargo, esos nombres idealizan comportamientos. Ningún líquido es realmente un fluido de acuerdo con la definición, y ningún sólido deja de serlo realmente. Se trata de una cuestión de grado. Por ejemplo, ¿qué es el puré de patatas? ¿Un sólido? Si así fuera daría igual la forma del recipiente en el que lo introduces, porque siempre tendría una forma propia, algo que no sucede. ¿Un fluido? No, porque sería imposible tomar puré de patatas con un tenedor, ya que fluiría entre los dientes y caería de nuevo al recipiente.

Ah, puedes pensar, depende de la consistencia del puré de patatas. Si tiene mucha leche o agua, entonces se irá aproximando a un fluido hasta que sea imposible cogerlo con un tenedor, y si tiene muy poca leche o agua, llegará un momento en el que tenga casi una forma propia, independiente del recipiente. Pero si piensas así habrás llegado, creo, a la conclusión que intento hacerte ver: es una cuestión de grado. No hay sólidos y fluidos, sino medios que se parecen más a unos o a otros. Cuando un medio se aproxima muchísimo a un comportamiento, las conclusiones teóricas derivadas de la definición serán casi idénticas a lo que sucede en la realidad y viceversa.

Esto significa, claro, que las sustancias que están “a medio camino”, como muchos plásticos, la plastilina, el puré de patatas, etc., no se definen bien mediante las definiciones de fluido o sólido. A lo largo del tiempo hemos ideado magnitudes y ecuaciones que tienen en cuenta estas desviaciones de los comportamientos ideales, como la viscosidad, y de ellas hablaremos tarde o temprano. Mi objetivo en esta ampliación es simplemente recordarte que no te dejes llevar por las etiquetas que damos a las cosas y pensar así que en la Naturaleza existe tal cosa como un “sólido”.


Hidráulica, hidrodinámica y mecánica de fluidos

La necesidad de comprender el comportamiento de los fluidos ha sido siempre imperiosa para nosotros: al fin y al cabo, nuestra vida depende de dos fluidos, el aire y el agua. Asegurar el suministro de ambos es un requisito indispensable para nuestra supervivencia, y esto significa que mucho antes de que Newton estableciera principio alguno ni supiéramos lo que es una fuerza con el menor rigor ya teníamos cierta idea sobre las características fundamentales de los fluidos y cómo manipularlos.

Esto significa que, en sus comienzos –mucho antes de recibir su nombre actual– la mecánica de fluidos era algo completamente empírico, y no tanto el campo de estudio de los científicos como de los ingenieros civiles: sin un conocimiento, aunque sea rudimentario, de la flotabilidad de los cuerpos, las variaciones de presión del agua y hasta dónde es posible elevarla y cosas parecidas, es muy difícil establecer una civilización tecnológica. Esta versión eminentemente práctica, no demasiado preocupada por principios fundamentales y sí por las aplicaciones técnicas del conocimiento, fue denominada hidráulica por su preocupación central, el agua.

Por poner un ejemplo, los romanos utilizaron sus conocimientos de hidráulica para construir canalizaciones que alimentaban de agua potable lugares alejadísimos de sus fuentes, y disponían de sistemas de tuberías y alcantarillado bastante sofisticados. Durante muchos siglos continuamos avanzando muy lentamente en nuestra comprensión del comportamiento de los fluidos de este modo empírico. El famoso principio de Arquímedes –que destriparemos a conciencia en este bloque– es un buen ejemplo de esto. Se trata de un fenómeno que puede explicarse a partir de leyes más fundamentales, pero durante siglos fue un principio natural sin necesidad de más explicación.

La ausencia de una verdadera teoría unificada sobre el comportamiento de los fluidos y, sobre todo, de las matemáticas y ecuaciones que describieran ese comportamiento, hizo que nuestro conocimiento fuera cualitativo. Por ejemplo, desde el principio fue algo evidente que la forma de la quilla de un barco influye sobre el flujo de agua sobre el casco cuando la nave se mueve por el agua, y es posible ir probando hasta obtener formas razonablemente hidrodinámicas sin utilizar ecuaciones. Por otro lado, es muy difícil alcanzar una perfección enorme en este aspecto sin un aparato teórico más avanzado, de modo que llegó un momento en el que, en casi todo lo relacionado con los fluidos, nos quedamos estancados.

Uno de los primeros en atacar el problema de una manera más científica fue Leonardo da Vinci. El divino italiano realizó multitud de experimentos bastante metódicos sobre el flujo de agua y aire alrededor de objetos, y documentó sus descubrimientos con diagramas maravillosos, como hacía casi siempre. Leonardo llegó a introducir pequeños objetos en el agua para observar su movimiento según fluía el líquido, observó los remolinos que aparecen cuando el agua fluye rápidamente sobre un cuerpo, es decir, la aparición de la turbulencia, y llegó a realizar diseños que minimizaban esa turbulencia.

Flujo de agua por Leonardo
 
Dibujo de flujo turbulento por Leonardo da Vinci.


Sin embargo, en la época de Leonardo la Física no se había casado aún con las Matemáticas –algo que empezaría a suceder con Galileo Galilei–, con lo que una auténtica teoría de fluidos no podía surgir. El propio Galileo, que yo sepa, no dedicó demasiado esfuerzo a esa tarea, pero dos de sus discípulos, Benedetto Castelli y Evangelista Torricelli, fueron de los primeros en establecer las bases de lo que se llamaría hidrodinámica, la contrapartida teórica de la hidráulica. Fíjate en que el nombre seguía estando derivado del fluido más estudiado de todos, el agua.

El problema era la complejidad del comportamiento de los fluidos: son muy difíciles de describir teóricamente, en parte por las sutiles diferencias entre fluidos y sólidos, en parte por la interacción de unas partes del fluido con otras y con las paredes que lo contienen. Por tanto, durante mucho tiempo la hidrodinámica sólo fue útil en casos muy particulares y para situaciones concretas; fuera de ellas era un desastre como predicción del comportamiento real. Una vez más, nuestras limitaciones matemáticas eran las culpables, ya que haría falta el desarrollo del cálculo infinitesimal para describir acertadamente el movimiento de los fluidos.

En el caso de fluidos en equilibrio, dado que no había movimiento del fluido, la cosa era bastante más sencilla. Su descripción, la hidrostática –un caso partícular de la hidrodinámica–, sí era posible matemáticamente con una precisión muy razonable. Torricelli estableció algunas de sus bases, pero el auténtico padre de la hidrostática y, por tanto, uno de los pioneros de la hidrodinámica, fue el francés Blaise Pascal, del que hablaremos con seguridad en este bloque.

Isaac Newton realizó algunos avances en hidrodinámica, como el estudio del flujo del agua a través de orificios y la descripción de la viscosidad, pero su principal aporte a esta ciencia fue el desarrollo del cálculo infinitesimal –probablemente de manera independiente y casi simultánea a Gottfried Leibniz–. Con esa “madurez” de las matemáticas fue posible atacar el problema de verdad, con una herramienta realmente preparada para el problema.

Otros científicos tras Newton, como Daniel Bernoulli y Jean le Rond d’Alembert, realizaron grandes avances en hidrodinámica. A estas alturas, a mediados del siglo XVIII, los científicos ya no estudiaban casos concretos del comportamiento de los fluidos, sino que trataban de establecer principios generales; por ejemplo, una de las mejores obras de d’Alembert se llama Traité des fluides. Las matemáticas nos proporcionaron, una vez más, las herramientas para dar un salto en nuestro conocimiento de los fluidos cuando el genial Leonhard Euler desarrolló las ecuaciones en derivadas parciales y las empleó para describir, por primera vez, el comportamiento general de un fluido de manera teórica.

El problema era que las ecuaciones de Euler y otras basadas en su trabajo eran desastrosas en la mayor parte de los casos, y sólo funcionaban bien de verdad en algunas situaciones. Por lo tanto, incluso en el siglo XVIII gran parte de la hidrodinámica era considerada una curiosidad teórica. Los ingenieros seguían obteniendo mejores resultados simplemente utilizando métodos puramente empíricos que recurriendo a las ecuaciones de Euler y similares.

Todo cambió en el siglo XIX. Primero, un par de físicos –un inglés, Sir George Stokes, y un francés, Claude-Louis Navier– establecieron en 1822 una ecuación que describía razonablemente bien el comportamiento de los fluidos. Posteriormente, el alemán Gustav Kirchhoff (cuyo nombre puede sonarte por la radiación de cuerpo negro). Kirchhoff refinó las ecuaciones para determinar un coeficiente relacionado con el movimiento turbulento de un fluido a través de un agujero –una de las circunstancias en las que anteriormente los resultados teóricos y los experimentales divergían enormemente–. El coeficiente no es importante ahora mismo, pero sí lo es el hecho de que Kirchhoff predijo un valor de 0,61 utilizando las ecuaciones diferenciales. El resultado experimental resultó ser 0,60. Todo cambiaría desde entonces: ya no estábamos frente a una curiosidad, sino a algo utilísimo en la práctica.

A partir de entonces se diluyó la diferencia entre hidráulica e hidrodinámica y nació una verdadera mecánica de fluidos. El nombre es, desde luego, infinitamente mejor que cualquiera de los otros dos, porque no sugiere nada acerca del agua. Hoy en día hablamos de ella cuando nos referimos al estudio de fluidos en general, pero seguimos usando los términos antiguos de hidrostática e hidrodinámica para el estudio de los líquidos –no cualquier fluido– en equilibrio o no. También utilizamos aerodinámica, por ejemplo, para referirnos al flujo de gases; como en el caso del agua, el aire forma parte del nombre por ser el gas al que más aplicamos esta teoría.

El caso es que desde la segunda mitad del XIX los ingenieros empezaron a utilizar más y más las ecuaciones diferenciales, perfeccionadas por muchos otros científicos. Ya en el siglo XX nos encontramos con un nuevo obstáculo: las matemáticas funcionaban, pero en muchos casos el comportamiento de los fluidos resultó ser caótico, es decir, endiabladamente difícil de calcular con exactitud más allá de cierto tiempo. Las matemáticas estaban preparadas, pero nuestra capacidad de cálculo no.

En este caso quien vino a nuestro rescate fue la informática. Hoy en día, para las aplicaciones prácticas que involucran conjuntos de ecuaciones no lineales son nuestros programas informáticos quienes resuelven las ecuaciones y predicen el comportamiento de los fluidos. Pero, por más complejas que se hayan hecho las matemáticas involucradas, la base teórica sigue siendo la misma: la aplicación de la mecánica newtoniana a medios continuos capaces de fluir.

Si todo esto de ecuaciones diferenciales te ha dejado un poco apabullado, no te preocupes: como Pascal, nosotros empezaremos a estudiar los fluidos en equilibrio –es decir, la estática de fluidos– para luego ir adentrándonos en asuntos más tortuosos. Lo bueno de la mecánica de fluidos es que unas bases sólidas no demasiado extensas permiten ya entender muchas cosas del mundo que nos rodea sin necesidad de meterse en camisas de once varas.

En la siguiente entrega hablaremos sobre las diferencias entre los tres tipos de fluidos y, ya que tiene que ver con el asunto, definiremos una de las propiedades más importantes de cualquier fluido: la densidad.


Ideas clave

Para empezar el bloque con ganas, espero que te hayan quedado clarísimas las siguientes ideas, ya que son solamente tres:

  • La mecánica de fluidos estudia los fluidos en cuanto a su comportamiento mecánico (movimientos, fuerzas, presiones, etc.).
  • Un fluido es un medio capaz de fluir, es decir, cambiar su forma libremente.
  • Existen tres tipos de fluidos: líquidos, gases y plasmas.

Tomado de:

El Tamiz

22 de septiembre de 2008

El error de Torricelli (y de la Humanidad)

El error de Torricelli (y de la Humanidad)



*Termina el verano y empieza de nuevo el otoño (artículo escrito en España). Bajan las temperaturas y comienzan las lluvias. Una nueva estación comienza haciendo mas inestables, el clima, el ambiente y la presión atmosférica.

*Por cierto, ¿saben que la presión atmosférica fue según dicen, descubierta y medida por E. Torricelli que fue secretario y discípulo de Galileo, con un experimento que lleva su nombre y que todos pueden ver en Internet, en 760 mm de una columna de mercurio de un cm2 de sección, equivalente a un peso de 1.033 gr y una presión de 1.033 grcm-2 o 1.013 milibares (mb)?



*Pues fíjense, un hombre o varios, incluida la inquietud metafísica de Galileo, sin apenas conocimiento, ni teorías físicas y sin saber lo que era el vacío todavía, que lo descubren por primera vez, resulta que, consiguen calcular y medir la presión atmosférica. Y curiosamente, nadie hasta ahora, le ha rebatido ese cálculo.

*Eso quiere decir, o que el cálculo fue muy bueno e indiscutible, o que fue equivocado y estos de la ciencia física oficialista no se enteran, porque están por ahí enrredados o perdiendo el tiempo en cambiar de estatus a los planetas como Plutón, que unas veces lo es y otras no, o se dedican a mandar navecitas a Marte que nunca aterrizan excepto en los platós cinematográficos, o a medir la curvatura del espacio-tiempo curvado imposible como los de la NASA, o a elucubrar sobre los agujeros negros que un día tienen fondo y otro no, o haber si encuentran el “bosón de dios” (judío), lanzando flujos de núcleos atómicos por entre los imanes del esperpéntico LHC que siempre parece estar averiado.

*Y lógicamente, pretender que ese cálculo de hace casi 380 años ya, teniendo el casi nulo conocimiento de la física de la materia y de los gases de entonces, y el escaso de hoy por parte de esa ciencia física oficialista, resulta cuanto menos imposible. Y así ocurre que, ese cálculo es erróneo y la presión atmosférica no tiene ese valor que, se viene utilizando desde entonces.

*Algunos podrían decir ¿Pero si nunca ha sido necesario cambiarlo, porque va a estar mal? Pues por eso, porque no ha hecho falta utilizarlo correctamente, ya que los fenómenos de presión, nunca van solos y hablar de incrementos de 20 ó 30 milibares de presión atmosférica, en los fenómenos del clima, es insignificante, si ésta es de 1000 ó de 500 de valor nominal.

*Si observamos el experimento, resulta que, el mercurio dentro del tubo cerrado, está sometido hacia arriba por una fuerza originada por el vacío en ese extremo cerrado que, está equilibrada por el peso de la columna de mercurio, menos la fuerza originada por la presión atmosférica que, tiene la misma dirección y sentido que la del vacío, esto es Fv = Pm - Fat.



*Pero Torricelli, no tuvo en cuenta esta fuerza originada por el vacío, porque la desconocía, de tal forma que, creyó que el peso de la columna de mercurio era igual a la fuerza originada por la presión atmosférica sin mas, Pm = Fat al haber quitado todo el posible vestigio de aire en él, al calentar el mercurio, o lo que es lo mismo Fat = 1.033 gr. Y como la sección del tubo es un centímetro cuadrado resulta que, la presión atmosférica es según Torricelli Pat = Fat/s = 1.033 grcm-2. Pero esto es falso y erróneo, ya que sí, existe la fuerza originada por el vacío y es muy variable, e incluso, inmensa.


*Y esa fuerza del vacío resultante en el extremo cerrado del tubo, en valor, no puede ser nunca la inversa de la presión atmosférica, porque lo mismo que, cuando en un émbolo sin escape tratamos de comprimir el gas de su interior, aparece un esfuerzo que sigue una función y modelo matemático hiperbólico, que es exponencial al final, lo mismo ocurre con el vacío, pero al revés, debido a las fuerzas de interacción de las moléculas y átomos del gas que, nunca dejan de ocupar ese espacio vacío.

*Pero claro, esto solo ocurre en un sistema ambiental como el nuestro, donde esas moléculas y átomos tienen una energía interna ambiental y por tanto moderada, comparada con la necesaria para que esas fuerzas de interacción, moleculares y atómicas, sean casi nulas. Es por esto que, existe el vacío en el espacio entre planetas, nebulosas y demás sistemas cósmicos.

Por tanto, si queremos medir la presión atmosférica del planeta, es necesario medir el peso de la columna hipotética de un centímetro cuadrado de sección de toda la atmósfera. Y como ese peso depende de la altura de la columna y de la densidad del aire a lo largo de esa columna, solo tenemos que conocer el modelo matemático de variación de esa densidad con relación a la altura, la densidad inicial, que es aproximadamente de 1.2 grdm-3 y esa altura.

*Y si hacemos unos mínimos cálculos aproximados, vemos que el peso de esta columna no debe de ser superior a 500 gr. Dado que, la disminución de densidad sigue una bajada exponencial a partir de una altura entre los 2.000 y 2.500 m. Es posible que el dato más correcto, esté entorno a los 480 gr. Lo que representa una presión atmosférica normal de 480 grcm-2 ó de 470 mb. Más o menos, el 46.5% de la que creemos.

*Si esto es así, entonces la fuerza de succión del vacío es Fv = 1.033 - 480 = 553 gr y la presión negativa del vacío es de 553 grcm-2.

*Y ahora aquí, surgirán los mismos temas y preguntas de siempre en nuestros blogs. ¿Porque estos nuevos cálculos no se han visto antes en casi 400 años, si nadie ha dicho nada?. La aviación funciona perfectamente, la meteorología también, los motores atmosféricos igual, etc. etc.

*Miren ustedes, el clima funciona, no por la ciencia o por Torricelli, sino por los fenómenos naturales meteorológicos del planeta y lo hace de forma automática, la aviación lo mismo y los motores igual, porque los ingenieros nos dedicamos a experimentar y buscar modelos matemáticos que se asemejen a esos fenómenos naturales y en ellos metemos funciones matemáticas empíricas que, coinciden artificialmente con la naturaleza, corrigiéndola con innumerables constantes y coeficientes de variabilidad, por lo que, al fin al cabo, da igual el valor de esa presión atmosférica de partida y de la que no prestamos atención inicial de su cálculo.

*Los ingenieros hasta ahora, nunca nos habíamos metido en el campo de la ciencia física, solo cuando ha faltado la energía para la humanidad y ahora que nos hemos metido, hemos visto el deplorable estado del conocimiento de esa ciencia física oficialista y del conocimiento de la materia, de la vida y del universo, que tiene la humanidad, debido a la desidia y el secuestro de esa ciencia física oficialista que, comprobamos con estupor, como sigue estando en manos del poder y del dinero de las iglesias de la religión judía y judeocristiana protestante anglosajona y católica vaticanista de siempre, exactamente igual, igualito que, en tiempo de Galileo, Giordano Bruno o de Torricelli, y prefieren dedicarse a experimentos de la física de la materia donde las gentes no alcancen el sentido de los mismos, ni los entienda, que descubrir a estas alturas, porque la presión atmosférica es errónea, porque fue mal calculada en más del doble, porque la distancia de la Tierra al Sol sea solo la tercera parte de la que se creía, o porque la Ley de Gravitación sea solo una función empírica simplona de Colegio de niños, y que además, sea errónea e imposible.

*En este estado de cosas y conocimiento, habrá que preguntarse, ¿que sabemos las gentes, los ciudadanos y los pueblos, del verdadero conocimiento de la materia, de la vida y del universo, estando como estamos desde hace 2.000 años, en manos de un poder religioso que, tiene secuestrado el conocimiento mediante el control de la educación de los niños, la cultura y la ciencia física de la materia, y dosifica la información, cuando no la tragiversa, mintiendo a la humanidad?

*¿Qué credibilidad nos puede merecer esta ciencia física oficialista en los problemas del mundo, como el calentamiento global, la energía o las ondas de microondas cancerigenas, o en sus experimentos como esos de la NASA y sus navecitas que dicen que aterrizan en Marte cuando es imposible o en el CERN con su LHC de 10.000 millones de euros, intereses incluidos que, dicen están buscando el bosón de dios (judío claro) y no sirven para nada útil a la humanidad, y no saben que, la presión atmosférica del planeta la tienen mal calculada en el más del doble, desde hace 380 años ya?

*Está claro que ninguna. Porque está claro también que, solo hacen e investigan con su método científico o no, lo que su amo eclesiástico y amigos afines les mandan como vemos.

Fuente:

Blog de Moreno Meco
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