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18 de octubre de 2012

Científicos que han sido perseguidos por la religión

La religión no suele pisar el jardín de la ciencia so pena de perder su estatus: cuando la religión afirma hechos y éstos entran en conflicto con la evidencia científica, entonces la religión empieza a perder adeptos.



Sin embargo, algunas veces en que la religión ha tomado partido en las afirmaciones científicas, sus maneras han sido, digámoslo suavemente, un tanto agresivas. Quemar, torturar, matar, esa clase de agresividad.

Por ejemplo, Miguel Servet las pasó canutas por poner en duda la trinidad (a la vez que fue el que hizo una descripción pormenorizada de la circulación de la sangre y de cómo se mezcla con el aire en los pulmones). Giordano Bruno más de lo mismo por creer (entre otras cosas) que la Tierra giraba alrededor del Sol y no a la inversa, como aseguraban determinados credos religiosos. Bruno estuvo 8 años preso mientras se desarrollaba el juicio en el que se le acusaba de traición y herejía. Muchas veces se le ofreció retractarse de sus opiniones pero él siempre se negó. Sabiendo que iba a ser quemado vivo, siguió con su firme apego a lo que él consideraba cierto.
Wiliiam Tyndale también lo pasó un poco mal por traducir la Biblia al inglés. Y también fueron perseguidos o prohibidos por la Iglesia científicos e investigadores como Copérnico, Kepler y Descartes.

La víctima más famosa de la Inquisición probablemente sea Galileo, aunque, al final, tuvo un final bastante “afortunado”: sólo le “enseñaron” los instrumentos de tortura (el potro, para más señas) y le concedieron la oportunidad de retractarse por “haber creído y defendido que el Sol es el centro del mundo y está inmóvil, y que la Tierra no es el centro y se mueve”.

Es natural que Galileo se retractara. Muchos de nosotros lo hubiera hecho ante la simple visión del potro. Por si os creéis muy valientes, prestad atención a la descripción que hace del potro el escritor y viajero William Lightgow, contemporáneo de Galileo:
Al accionar la palanca, la fuerza central de mis rodillas contra las dos tablas me partió por la mitad los tendones de los músculos, y las cápsulas de las rodillas acabaron aplastadas. Se me empezaron a salir los ojos de las órbitas, echaba espuma por la boca y me castañeaban los dientes como el redoble de un tambor. Me temblaban los labios, gemía con vehemencia, y la sangre me brotaba de los brazos, manos, rodillas y tendones rotos. Tras liberarme de esos pináculos del dolor, me dejaron en el suelo con las manos atadas y esa incesante imploración: “¡Confiensa! ¡Confiesa!”.
Esgrimir creencias con un sustento epistemológico débil y una carga sentimental añadida (como ocurre con el patriotismo, la lengua o el fútbol) tiene mucho de espinoso, porque las razones que las defienden no se pueden discutir racionalmente y porque resultan muy frágiles a los nuevos descubrimientos, de modo que, tal y como explica el psicólogo cognitivo Steven Pinker en su libro Los ángeles que llevamos dentro, no importa la creencia, al final el fundamentalismo puede alcanzar a cualquier individuo:
Aunque muchos protestantes eran víctimas de tales torturas, cuando gozaron de la posición dominante las infligieron con el mismo entusiasmo a otros, incluidas cien mil mujeres que, entre los siglos XV y XVIII, murieron quemadas en la hoguera acusadas de brujería. (…) La tortura institucionalizada en la cristiandad no era solo una costumbre irreflexiva; tenía fundamentos morales. Si uno cree de veras que no aceptar a Jesús como salvador supone un billete para el abrasador castigo eterno, torturar a una persona hasta que admita esta verdad equivale a hacerle el mayor favor de su vida: mejor unas horas ahora que la eternidad más adelante. Y acallar a una persona antes de que corrompa a otras, o convertirla en un ejemplo para disuadir a los demás, es una medida responsable de salud pública.
Afortunadamente, esos tiempos oscuros ya han pasado. La gente se siente ofendida en sus creencias, por supuesto (ofenderse es un efecto secundario de la libertad expresión), pero ya no decide torturar o matar a quienes afirman algo que no les parece oportuno (aunque aún existan algunas teocracias donde eso todavía no es así). La mayoría de los cristianos devotos en las sociedades modernas son personas completamente tolerantes.

Por eso tenéis los comentarios de aquí abajo para ciscaros todo lo que queráis en este artículo. Es vuestro derecho, como lo es el mío hacerlo posteriormente en vuestros argumentos.

Fuente:

23 de septiembre de 2011

Miguel Servet, un legado de quinientos años

La pasividad de algunas Administraciones y la irresponsabilidad de muchos medios hace pasar prácticamente inadvertida la efeméride del teólogo y médico aragonés.


España es un país lleno de paradojas, casi tantas como los olvidos a los que nuestra sociedad posmoderna condena a determinados personajes que, por su importancia intelectual e impronta histórica, deberían figurar como materia preferente de estudio en todos los programas educativos de nuestras autonomías. Este año 2011 se cumple el V centenario del nacimiento de Miguel Servet en Villanueva de Sijena (Huesca), un pequeño pueblo del viejo Reino de Aragón. Allí se conserva su casa natal, inaugurada en julio de 2002 por el Príncipe de Asturias, desde donde se divulga y fomenta el estudio de uno de los humanistas españoles más sobresalientes del siglo XVI.

Y pese a la trascendencia histórica y, como veremos, ética de Servet, esta efeméride está pasando inadvertida en toda España. Esto se debe, aunque no exclusivamente, a la desatención irresponsable de los medios de comunicación de ámbito nacional y a la pasividad de la Administración central del Estado, pues ninguno de sus organismos culturales ha hecho lo más mínimo, pese a que así se les solicitó, por reivindicar y dar a conocer a todos los españoles la figura de Miguel Servet. Lo he dicho muchas veces... "si Servet hubiera nacido en Estados Unidos sería un héroe nacional". Con esta frase he intentado expresar lo incomprensible de esta situación y denunciar la miseria moral y sectaria que a veces tanto condiciona la política de algunas de nuestras instituciones culturales, tanto públicas como privadas.

A diferencia de otras naciones, la historia de España se puede construir fácilmente engarzando, prácticamente sin solución de continuidad, los episodios de intolerancia que constantemente han tejido su devenir histórico. El fenómeno inquisitorial, cuya estela se prolonga hasta la primera mitad del siglo XIX, así como la caterva de procesos constitucionales de efímera e irreal vigencia y los múltiples pronunciamientos del propio siglo XIX, que desembocan en la II República y posterior Guerra (In)Civil de 1936, con toda esa mezcla de intolerancia, cainismo, revanchismo y picaresca destructiva, nos revela que la sociedad española no se ha caracterizado por su excesiva tolerancia, ni, a fortiori, por favorecer ese estadio de las relaciones humanas que, a modo de superación de la mera tolerancia condescendiente, llamamos "convivencia".

Sin embargo, y ahí radica la paradoja, uno de los individuos que más ha contribuido históricamente al desarrollo de la idea de tolerancia religiosa, y por extensión política, en Occidente es un valiente y tenaz teólogo y médico aragonés.

Injusto final. El gran público conoce principalmente a Miguel Servet por su descubrimiento de la circulación menor o pulmonar de la sangre y, a lo sumo, su injusto final a manos de Juan Calvino un 27 de octubre de 1553, no por razón de este descubrimiento científico, como habitualmente se cree, sino esencialmente por negar el dogma de la Trinidad y por anabaptista, es decir, por rechazar el bautismo infantil, e indirectamente también por defender la separación entre Iglesia y Estado. Pocos de nuestros conciudadanos son conscientes de su defensa decidida del derecho a la libertad de conciencia y del impacto que su ejecución causó entre algunos de sus contemporáneos. Este aspecto ha sido torticeramente soslayado, cuando no olvidado, durante muchos años, por gran parte del "establishment" y de la clase intelectual española.

Libertad individual. Hoy también conocemos que su ejemplo y triste final desencadenaron un intenso debate entre, por un lado, los partidarios de perseguir a los herejes como expresión ética de una defensa decidida de la fe cristiana y, por otro, aquellos humanistas e intelectuales, muy minoritarios, que empezaron a defender la necesidad de reformar este paradigma social multisecular, evolucionando hacia formas de tolerancia y de libertad de conciencia que permitiesen la creación de una esfera real de libertad individual, al menos en el mundo cristiano.

Servet fue un humanista radical de mente intrépida e independiente que, desencantado con las reformas protestantes, desarrolló un programa propio para restaurar el Cristianismo a su pureza y simplicidad original, muy en la línea de lo propugnado también por Erasmo de Rotterdam. El profundo y casi obsesivo estudio de la Biblia y de los Padres de la Iglesia le permite a Servet ser consciente del gran potencial del ser humano, al que siempre consideró dotado de una chispa de divinidad y de una gran racionalidad y libertad.

Y no es casualidad que Servet reclamase desde su juventud la libertad de investigación intelectual, especialmente en todo lo referente a los dogmas de la doctrina cristiana establecidos por los concilios. Quizás la frase que mejor refleja ese carácter "radical" en la búsqueda de la verdad es aquélla en la que, a modo de confesión, Servet reconoce que: Ni con estos ni con aquellos estoy de acuerdo en todo, pues todos me parecen tener parte de verdad y parte de error, y cada uno ve el error del otro, mas nadie el suyo.

Y en lo que respecta a su reivindicación de la libertad de conciencia, se observa una línea continua en su pensamiento, que se inicia cuando está discutiendo sobre el dogma de la santísima Trinidad con Juan Ecolampadio, el reformador de Basilea, y llega hasta el juicio que por instigación de Calvino le incoa el Ayuntamiento de Ginebra.

Servet defendía claramente que la persecución y muerte por discrepancias religiosas era contrario a la enseñanza de los Apóstoles y a la doctrina original de la Iglesia. En una carta a Juan Ecolampadio, en 1531, Servet le significaba que: Propia de la condición humana es esa enfermedad de creer a los demás impostores e impíos y no a nosotros mismos, porque nadie reconoce sus propios errores. Me parece grave matar a un hombre sólo porque en alguna cuestión de interpretación de las Escrituras esté en el error... Es tremendamente raro encontrar en los escritos de los reformadores del siglo XVI un razonamiento tan diáfano en materia de libertad de conciencia.

La ejecución de Servet no fue el primer asesinato de la Reforma, pero sí es especial por al menos dos motivos. Primero por la profundidad de su humanismo, y segundo, por las circunstancias históricas de su martirio y las reacciones que suscitó entre sus contemporáneos. No debemos olvidar que Miguel Servet no fue un sedicioso, como sí ocurrió con parte del movimiento anabaptista de su época, sino un cristiano sincero, dotado además de un sorprendente ecumenismo, pues para Servet todos los hombres naturalmente buenos, con independencia de sus creencias religiosas, son candidatos a la salvación.

Esta visión de un hombre sincero en sus convicciones, pero desprovisto de la más mínima defensa y apoyo frente a sus jueces (su petición de asistencia letrada fue rechazada por el Ayuntamiento ginebrino) no pasó desapercibida para algunos humanistas, quienes no dudaron en coger la pluma para criticar vehementemente la actitud instigadora de Juan Calvino.

Acusación a Calvino. Fue Sebastián Castellio, desde Basilea, quien, a propósito de la muerte de Servet, le dirigió a Juan Calvino una de las frases más clarividentes en la historia de las ideas, que debiera figurar en la entrada de todos los establecimientos educativos de la Unión Europea: Matar a un hombre para defender una doctrina no es defender una doctrina, es matar a un hombre.

A partir de la muerte de Servet se produce un punto de inflexión en un debate, que aunque no nuevo, se empezaba a plantear entre los humanistas y teólogos de la época acerca de la necesidad de defender la libertad de conciencia frente a los poderes civiles y religiosos. Y ese núcleo inicial de defensores de la libertad de pensamiento entorno a Castellio se fue extendiendo poco a poco por Polonia, Transilvania y posteriormente por Holanda y Estados Unidos. Gracias a ellos la muerte de Servet no se perdió en la trastienda de la historia, permitiendo que filósofos como Voltaire, o constitucionalistas como Thomas Jefferson, la tuviesen en cuenta cuando defendieron la separación de Iglesia y Estado o la tolerancia en nuestras sociedades con aquellos que, pacíficamente, no profesan nuestras mismas ideas.

En estas circunstancias, sería injusto soslayar, y más en este año 2011, que fue el ejemplo ético de un pensador español nacido en Aragón el que contribuyó a activar como nunca en la historia de la humanidad el debate sobre la libertad de conciencia. Sobran, por lo tanto, razones para que los españoles nos volquemos en la celebración de esta efeméride y hagamos justicia a este español errante y mártir, que murió, como tantas veces se ha destacado, para que el derecho a la libertad de conciencia y pensamiento llegara a ser un derecho inalienable del individuo en las sociedades modernas y reconocido en los textos de mayor rango jurídico.

Fuente:

El Correo Gallego
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