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14 de febrero de 2020

El circuito del miedo en los seres humanos


El primer sitio donde se localiza el miedo reside en el cerebro, en una estructura -con forma de almendra- denominada amígdala. Encargada de controlar y procesar emociones, la amígdala da la señal de alarma ante nuestros miedos más primitivos y, lo que es más importante, los pone en relación con el resto del cerebro. Gracias a esta estructura compleja nuestra especie ha sobrevivido, puesto que la amígdala ha hecho saltar las alarmas orgánicas de nuestros antepasados cuando se presentaban estímulos amenazadores para su integridad física. De esta manera, ante un indicio de peligro, la amígdala se pone en marcha, emitiendo una señal al resto del cuerpo. Incluso, hay ocasiones, en las que la amígdala se pone activa antes de que seamos conscientes del peligro. Es cuando empieza la sudoración.

Con esto, bien puede decirse que el miedo es una respuesta defensiva tan antigua como el mundo y que nos sirve para ser conscientes del peligro cercano. De hecho, ya hemos visto que en las sociedades primitivas el miedo servía para proteger la vida. De manera parecida, en épocas no muy lejanas, el terror desplegado por los gobiernos totalitarios en Europa sirvió a los regímenes para salvaguardarse a sí mismos.


25 de agosto de 2014

Así juzga nuestro cerebro la dureza de un castigo

¿Qué mecanismos cerebrales influyen en la toma de decisión sobre la severidad que imponemos a un castigo? Este ha sido el eje central de la investigación llevada a cabo por un equipo de científicos de la Universidad de Harvard (EEUU) y que ha sido publicada en la revista Nature Neuroscience.

Para el estudio, los investigadores contaron con la participación de 30 voluntarios (20 hombres y 10 mujeres) con una edad media de 23 años, a los que tomaron imágenes cerebrales durante un proceso de toma de decisión de un castigo. Los participantes escucharon una serie de argumentos y de datos que describían un supuesto crimen donde hubo muerte, mutilación, asalto físico y daños a la propiedad que posteriormente tuvieron que valorar de 0 a 10 según la severidad del castigo. Además, en la mitad de las historias se identificaba el suceso como claramente intencionado y al resto como involuntarios, ofreciendo dos versiones diferentes de cada escenario: la primera, con una descripción objetiva y la segunda con pruebas gráficas.

El análisis de los resultados demostró que la manipulación intencionada del lenguaje para exponer un suceso de una forma más truculenta o exponer imágenes claras de un suceso, conducía a imponer un castigo más severo si el participante en cuestión creía que el incidente había sido claramente intencionado.

Los investigadores descubrieron que la amídgala cerebral, una de las zonas neuronales implicadas en el procesamiento de las emociones, se activaba cuando los voluntarios observaban imágenes con gran crueldad. Sin embargo, este efecto sólo se apreciaba en los escáneres cerebrales cuando el voluntario sabía que había intencionalidad en el acto, evidenciando por primera vez con una base neuronal clara gracias a lo que pudo observarse en la amígdala, que la decisión de imponer un castigo más o menos duro tiene que ver con nuestra percepción de la intencionalidad.

Fuente:

Muy Interesante

7 de octubre de 2013

Qué pasa en tu cerebro si te emborrachas

La intoxicación con alcohol reduce la comunicación entre dos áreas del cerebro que funcionan en conjunto para interpretar correctamente y responder a las señales sociales, de acuerdo con investigadores de la Universidad de Illinois en Chicago, que aparece publicada en la edición de septiembre de Psicofarmacología.


Investigaciones anteriores han demostrado que el alcohol suprime la actividad en la amígdala, el área del cerebro responsable de percibir las señales sociales, como las expresiones faciales.
Dado que el procesamiento emocional involucra a la amígdala, área del cerebro que se encuentra en la corteza prefrontal, responsable de la cognición y la modulación de la conducta, queríamos ver si había alteraciones en la conectividad funcional o la comunicación entre estas dos regiones del cerebro, que podrían ser la base de los efectos producidos por el alcohol", dijo K. Luan Phan, profesor de psiquiatría de la UIC.
Phan y sus colegas examinaron los efectos del alcohol en la conectividad entre la amígdala y la corteza prefrontal durante el procesamiento de los estímulos emocionales -fotografías de caras felices, temerosas y enojadas- mediante el uso de imágenes de resonancia magnética funcional, técnica de imagen que permite a los investigadores ver qué áreas del cerebro que están activas durante la realización de varias tareas.

Los participantes fueron 12 bebedores sociales (10 hombres, dos mujeres) con una edad media de 23 años. Su promedio reportado fue de 7.8 episodios de borrachera al mes, de acuerdo con los especialistas, consumir cinco o más bebidas para los hombres y cuatro o más bebidas para mujeres los pone en alto riesgo de desarrollar dependencia al alcohol.

A los participantes se les dio una bebida que contenía una dosis alta de alcohol (16%) o un placebo. Después tuvieron una exploración con resonancia magnética mientras trataban de igualar fotografías de rostros con la misma expresión.

Se les mostraron tres caras en una pantalla -una en la parte superior y dos en la parte inferior- y se les pidió que eligieran la cara en la parte inferior que mostraba la misma emoción que la que está en la parte superior. Los rostros estaban enojados, temerosos, felices o neutrales.

Cuando los participantes procesaron imágenes de caras enojadas, temerosas y felices, el alcohol redujo el acoplamiento entre la amígdala y la corteza orbitofrontal, un área de la corteza prefrontal implicada en el procesamiento de la información socio-emocional y en la toma de decisiones.

Los investigadores también notaron que el alcohol redujo la reacción de la amígdala a las señales de amenaza en rostros enojados o temerosos .
Esto sugiere que durante la intoxicación alcohólica aguda, las señales emocionales que amenaza no se procesan en el cerebro de forma normal porque la amígdala no responde como debe ser", dijo Phan.
La amígdala y la corteza prefrontal tienen una relación dinámica e interactiva. Cuando la amígdala y la corteza prefrontal interactúan podemos evaluar con precisión el medio ambiente y modular nuestras reacciones a ella. Si se desacoplan estas dos zonas, como sucede durante la intoxicación alcohólica aguda, nuestra capacidad de evaluar y responder de forma adecuada al mensaje no verbal que transmiten los rostros de los demás, puede ser afectada. Esta investigación nos da una mejor idea de lo que ocurre con la intoxicación alcohólica, incluyendo desinhibición social, la agresión y el aislamiento".

Fuente:

QUO

Más sobre los efectos del alcohl en la siguiente imagen (click para agrandar)


6 de septiembre de 2013

El hombre que estuvo atrapado en un presente "eterno"

Atrapado en un eterno presente - Cierta Ciencia podcast - Cienciaes.com

Cuatro centímetros y treinta segundos

La memoria a corto plazo

La memoria crea y define nuestra identidad, el sentido de quiénes somos y de cómo somos. Toda la información a la que estamos expuestos en nuestro día a día y que recibimos por los sentidos, entra al cerebro y se va procesando y almacenando para luego nutrir y forjar lo que somos. 

Hay quienes comparan este proceso con el funcionamiento de un computador: codificación de los datos que entran, clasificación y almacenamiento y luego la recuperación de esa información. Pero la neurobiología se ha encargado de demostrar que el cerebro funciona de una manera muchísimo más compleja. Cuando se envejece, por ejemplo, las funciones cerebrales cambian: algunas se vuelven más lentas y otras a cambio, más agudas – se dificulta memorizar un número de teléfono pero la comprensión de fenómenos generales se vuelve más precisa. Un computador funcionando así irá a parar a la basura.

Casi todos pensamos que la memoria de corto plazo es la que nos permite recordar eventos que han sucedido hace horas, días. Y que la de largo plazo nos trae recuerdos más lejanos, que nos pueden llevar hasta a la infancia. Pero no es así. La neurobiología nos cuenta que la memoria de corto plazo es un proceso que dura como máximo treinta segundos.

Así cuando estamos en un aeropuerto y nos dicen que nuestro avión sale por la puerta 6A, si no repetimos al menos un par de veces la información, o miramos en el tiquete el número, ya no sabremos por donde sale el avión. Si por el contrario hemos asociado el 6A con algo, si lo hemos “fijado” con cualquier recurso, ya esa información entra a formar parte de la memoria funcional, y se quedará guardada sin peligro de perderse, así el avión se atrase y nos dé por irnos a tomar un café o a visitar una librería.

El trabajo de la memoria funcional, consolidar, lo hace una estructura del cerebro con forma de caballito de mar, el hipocampo, sumergido en las profundidades de nuestros lóbulos temporales. Sin el hipocampo, no es posible fijar, más allá de los treinta segundos, toda la información que recibimos por el olfato, el oído, el tacto, el gusto, es decir todo lo que nos permite pensar, elaborar, crear, imaginar, querer, sentir, sufrir.

La terrible tragedia de Henry Gustave Molaison

Eso fue lo que le sucedió a un hombre conocido hasta el año 2008 como H.M., cuando murió y se le dio su nombre completo, Henry Gustave Molaison.

Henry vivió una infancia feliz con sus padres hasta que a los diez años empezó a sufrir lo que se llamaba hasta casi mediados del siglo pasado, un mal menor (petit mal), una especie de estupor que duraba poco y que lo alejaba del entorno. Cerraba los ojos y sudaba. Contaba a sus padres que se había ido y que no recordaba nada. Los empezó a sufrir a diario y a medida que crecía, su número aumentaba. Ya en la adolescencia pasó a ser un mal mayor, ataques epilépticos que lo alejaban de la escuela y que día a día lo incapacitaban más. Empezó a recibir dosis masivas de anticonvulsionantes, sin mejoría alguna.

Henry había sufrido un accidente con su bicicleta alrededor de los siete años, aunque no son muy claras las circunstancias. El resultado sí. Empezó a visitar médicos y especialistas aunque después de varios EEG no se encontró ninguna lesión en su cerebro. Las convulsiones se volvían cada vez más fuertes y a la edad de 27, sin mayores esperanzas, con el consentimiento de sus padres y el suyo propio se decidió recurrir a “un procedimiento bastante experimental”, como lo definiría el mismo neurocirujano, William Scoville.

Cuatro centímetros y treinta segundos

En la cirugía, a Henry le fueron removidos cuatro centímetros de tejido en ambos lóbulos temporales. En ese tejido se fue gran parte del hipocampo y toda la amígdala, el lugar donde residen las emociones.

La neurocirugía era práctica común alrededor de 1953 –año de la de Henry¬– para remediar la epilepsia. Salvo otros dos casos, estos con malformaciones congénitas en sus cerebros, el caso de Henry fue único: sus ataques de epilepsia cesaron pero pronto fue evidente que algo terrible, devastador, irreversible había pasado. Henry no podía recordar nada posterior al día de la cirugía. Su hipocampo perdido no le permitía consolidar la memoria de corto plazo –que permaneció intacta pues reside en otra región del cerebro que no fue tocada– y salir más allá de los tre inta segundos que eran lo único que le quedaba, imposibilitando para siempre la formación de una memoria de largo plazo en lo que le quedaba de vida después de la cirugía.
La razón para que Scoville extrajera más tejido del usual se debió a que durante toda la preparación para el procedimiento fue imposible localizar, como se hacía con otros pacientes, el lugar de la lesión que causaba las convulsiones. Por el daño ocasionado, Scoville siempre habló de la cirugía como de “trágico error” y nunca más volvió a realizar ninguna.

Las enseñanzas de un trágico error.
 
Lo que fue un terrible desastre para Henry Molaison, permanecer atrapado todo el resto de su vida en un permanente tiempo presente, para la neurobiología fue un más que precioso tesoro. Gracias a él, el hipocampo pasó a identificarse como el centro de la memoria.

Quien se encargó de preservar ese legado fue la neurocientífica del MIT, Suzanne Corkin, quien dedicó su vida a estudiar a Henry. No sólo cuidó de que se lo respetara en su total integridad de ser humano sino que fue más que cuidadosa en escrutar hasta el agotamiento a todos los científicos que se acercaban a él. Por ello Henry, descrito por todos como un hombre tranquilo y apacible, recibió la mejor atención posible.

Henry fue objeto de miles de estudios y pruebas de los que él, por supuesto no guardaba ningún recuerdo. Corkin entraba cada mañana y a su saludo él respondía como si fuera la primera vez que la viera. “Permanent Present Tense” es el precioso libro que narra las experiencias neurobiológicas, los estudios sicológicos, los estudios de aprendizaje, entre muchos otros, realizados por Corkin y su equipo durante más de cuarenta años con Henry.

Preguntada si se había logrado establecer algún vínculo entre ella y su paciente, Corkin es clara al decir que del lado de ella sí, que si no de qué otra manera se explica que estuviera subida en una silla durante horas, mirando por una ventana de la morgue cómo el cerebro de Henry era tomado de su cráneo.

Ahora, el cerebro de Henry, cuidadosamente preservado en parafina, ha sido cortado en 2401 finísimas tajadas, que con las técnicas actuales, y a disposición de quien lo solicite, permitirá realizar estudios inimaginables. El dolor de una memoria perdida, ayudará a remediar males cerebrales de miles de millones de personas. Por algo el de Henry es el cerebro que lo cambió todo

Ciencia para Escuchar

17 de abril de 2010

Nuestro cerebro intolerante


Sábado, 17 de abril de 2010

Nuestro cerebro intolerante

La manera como piensa el cerebro, clave en la evolución de la especie

La amígdala es la zona del cerebro donde se crea y almacena el prejuicio

Los espequemas mentales son un filtro que distorsiona la realidad

Un hombre almuerza con su jefe y tiene una reunión de trabajo; si la reunión la tiene una mujer, es porque entre ellos hay algo. Los negros no son inteligentes y sólo son buenos para los deportes, los charapas (habitantes de la amazonía) son personas alegres y de sangre caliente. Los tópicos responden a prejuicios que, a menudo, están en la base de la discriminación


Si voy por la calle y me cruzo con una mujer mayor, se agarra fuerte el bolso, ¡como si yo le fuera a robar!", exclama indignado un chico marroquí veinteañero. "Que sea inmigrante no significa que vaya a hacer nada malo", añade en perfecto castellano. Seamos o no conscientes de ello, lo cierto es que los estereotipos, los prejuicios, los clichés, abundan en nuestras conversaciones y reflejan opiniones generalizadas en la sociedad. A menudo, responden a prejuicios que acaban llevando a discriminar a determinados colectivos. Las mujeres no saben aparcar y son parlanchinas; los judíos, tacaños; los franceses, chovinistas y estirados; los italianos, latin lovers; y así podríamos continuar enumerando tópicos hasta el infinito. Podemos alarmarnos al leerlos o escucharlos; rebelarnos contra ellos; pensar que son una sarta de calificativos sin fundamento. Podemos negarlos y afirmar que nosotros, claro, somos igualitarios. Pero lo cierto es que todos los conocemos y nuestro cerebro está lleno de ellos. ¿Y eso por qué?

Desde hace más de 25 años, Susan Fiske dirige un equipo de investigación en la facultad de Psicología de la Universidad de Princeton (Nueva Jersey, EE.UU.) con el que estudia grupos sociales y morales, analiza cómo se forman los prejuicios y cómo estos influyen en nuestra forma de actuar. Para esta psicóloga, "nos formamos juicios de valor en función de la percepción que tenemos de si aquel grupo de individuos nuevo es cooperativo o, por el contrario, competitivo". Y nos basta apenas una fracción de segundo para decidir si confiamos o no en una persona. "Cuando conocemos a alguien, nos fijamos, sobre todo, en su boca, en si nos parece que está ligeramente sonriente o denota enfado. Así inferimos si una persona es dominante o afable. También influyen los rasgos de madurez de sus facciones. Cuanto más masculinas, más seguras nos parecen". Fiske y su equipo tratan de averiguar qué vemos cuando miramos a la cara a miembros de otros colectivos."Hemos descubierto que la primera clasificación que hacemos tiene que ver con la etnia, la edad y el sexo. La clase social nos resulta algo más complicada, aunque también la acabamos pescando rápidamente. La estructura social determina el estereotipo; el estereotipo determina la emoción, y la emoción determina el comportamiento", señala Fiske.

La memoria caché del cerebro

Los estereotipos, cuentan los neurólogos, son un tipo de esquemas que elabora el cerebro. Forman parte del sistema que usa este órgano para organizar la información y poder actuar de forma más rápida. Cuando conocemos a una persona nueva, la observamos y en un santiamén la metemos en una categoría en función de su cultura, procedencia, edad, clase social, si es hombre y mujer. En definitiva, la clasificamos y le colgamos una etiqueta. Y los psicólogos cognitivos creen que todo lo que aprendemos de nuestro entorno se organiza así, bajo estos esquemas. Para explicar cómo funcionan, la neurocientífica Cordelia Fine, autora del libro A mind of its own. How your brain distorts and deceives (2005), (Una mente propia. Cómo tu cerebro distorsiona y decepciona), utiliza la siguiente metáfora: es como si nuestro cerebro fuera una gran cama llena de grupos de neuronas dormidas, ligadas entre ellas. Cada célula nerviosa representa una parte de un esquema.

Por ejemplo, si tomamos perro, al oír esa palabra, algunas neuronas se despiertan y activan para recordarnos que tiene cuatro patas; otras contienen la información de que ladra; otras te dicen que tiene pelo... De manera que pensar un concepto o esquema es como despertar a todas esas neuronas a la vez. Lo mismo ocurre si en lugar de perro decimos mujer, judío o pobre. La información "está muy entrelazada en el cerebro, lo que significa que si usas una parte del esquema, aunque sólo digas: "Este chico es gay", se activan todas las partes del esquema de homosexuales", dice Fine, aunque lo que ese esquema contenga variará según la cultura, la sociedad y el individuo.



Cuestión de supervivencia

Esos esquemas, cuando se refieren a otras personas, se rellenan de los juicios de valor que elaboramos de los otros. De esto se encarga la amígdala, una estructura muy pequeña y evolutivamente muy antigua, situada en el lóbulo temporal del cerebro; forma parte de los circuitos responsables de la emoción, de la motivación y del control autónomo. Junto con otras regiones –el hipocampo, el septum y el hipotálamo–, configura el sistema límbico, responsable directo de la codificación del mundo personal e instransferible de los sentimientos y emociones. La amígada la cumple con muchas funciones, desde las visuales más básicas hasta la capacidad para mantenernos alerta; de hecho, el binomio miedo-agresión está asentado aquí. Esta región también está relacionada con la percepción que tenemos de alguien: cuanto más sentimos que podemos depositar nuestra confianza en una persona, menos se activa esta zona, y cuanto más desconfiamos, más activa está. Y es en esta pequeña región, con forma de almendra, donde se gestan estereotipos y prejuicios.

Seguramente se originaron como una estrategia de supervivencia para tomar decisiones más rápido. Si ante cada nueva circunstancia el cerebro tuviera que procesar toda la información, recabar todos los datos, valorarlos y obrar en consecuencia, ya no estaríamos aquí. ¡Nos hubiéramos extinguido! Hace mucho mucho tiempo, unos 100.000 años, nuestros antepasados aún estaban en África y no habían comenzado su éxodo por el planeta, mientras los neardentales se expandían por todo el mundo. La población de seres humanos se redujo a unos 2.000 individuos, al borde de la extinción. "Para sobrevivir, tuvieron que aprender a cooperar, a ayudarse unos a otros, a formar equipos para cazar y defenderse de animales más fuertes", cuenta Scott Atran, antropólogo, profesor de la Universidad de Michigan y del Colegio Universitario de Justicia Penal John Jay (Nueva York), quien además dirige el Centro Nacional de Investigación Científica de París (CNRS). Nuestros antecesores cooperaban, eran compasivos, tenían cierta moral y justicia con aquellos que eran de su grupo y también desarrollaron mecanismos para protegerse de sus rivales. "En realidad, no puedes funcionar en un grupo a menos que hagas suposiciones sobre otras personas. Es así como hemos desarrollado maneras de emitir juicios de confianza y desconfianza. Si somos de grupos distintos, tenemos que estar seguros de que los otros no han venido a matarnos", añade este antropólogo. Y esos prejuicios que hacían que nuestros antepasados se acercaran a otros indivuos o salieran, por el contrario, pitando, se formaban al instante. "La manera más rápida de distinguir entre tu grupo y otro, de saber si puedes confiar en el que tienes delante en un segundo es mirando si habla el mismo idioma, tiene el mismo acento, la misma piel", explica Atran. "Sólo necesitamos una fracción de segundo, para decidir si confiamos o no en él. Y tenemos que hacerlo así para poder sobrevivir", añade Susan Fiske, de la Universidad de Princenton.



Lea el artículo completo en:

La Vanguardia (España)

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