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3 de agosto de 2017

El sentido del humor es un comodín fantástico a la hora de educar


A la hora de valorar que hacer frente a un “mal comportamiento” de un niño o niña, invito a una primera reflexión sobre si lo ocurrido es un mal comportamiento y para quien, y después planteo no quedarnos solo en cómo intervenir para enseñarles la forma adecuada de resolver un conflicto, sino ir más allá y tratar de entender por qué se provocó y qué está detrás de un mal comportamiento.

Y digo esto porque detrás de algunas “malas” conductas lo que hay es simplemente una falta de herramientas y/o de información que hubieran permitido al niño o niña actuar de otra manera.

Otras veces, las “malas” conductas encierran emociones dolorosas a situaciones para las que no tienen otra forma de gestionar ni de expresar, ni siquiera de identificar.

Por eso, como padres, como educadores, tenemos que trabajar en las dos direcciones paralelamente: la intervención y la reflexión. Y dado que está sobradamente demostrado que el castigo no sirve para crear aprendizajes a largo plazo, no cambia las causas que provocan la conducta inapropiada y conduce a emociones negativas hacia quien lo impone, tenemos que habilitar otras maneras de enseñar a nuestros hijos a manejarse de formas más constructivas, tanto para ellos como para los demás. Esto exige, desde luego el empleo de una gran dosis de inteligencia emocional por nuestra parte y también de creatividad. Dejarnos llevar por el impulso, por el castigo cargado de impotencia, por la falta de alternativas, por la agresividad que algunas situaciones nos generan, es lo fácil, lo automático, para lo que estamos programados. Pero eso no es educar. Eso es reaccionar.

Educar requiere un máximo de paciencia, empatía y de creatividad. Requiere una intención voluntaria de desprogramarnos, requiere muchas veces una “silla de pensar” para nosotros. Un lugar donde, a solas y apartado de nuestro hijo, seamos capaces de calmarnos y recuperar un lugar de serenidad. A partir de ahí, podremos “accionar” en lugar de “reaccionar”, podremos conectarnos con la situación objetiva y valorar con suficiente distancia lo que de verdad ocurrió y hasta qué punto era tan importante. Podremos ejercer como educadores, no como parte del problema.

Así pues, este sería el primer paso ante un conflicto que nos provoca emociones intensas de ira o agresividad: no actuar. Si se trata de una agresión entre hermanos, poner a salvo al agredido y tratar de hacer lo posible por no formar parte del círculo vicioso y añadir más agresividad y tensión. Parar. Buscar nuestra silla de pensar. Conectarnos con un lugar en calma porque es indispensable recuperar el equilibrio, por precario que sea, para poder ofrecérselo a ellos.

El siguiente paso sería neutralizar también la intensa emoción que tiene tanto el agresor, como el agredido, priorizando a este último. Si se trata de otro tipo de mal comportamiento, también suele desatar emociones muy fuertes en ellos y cuando su cerebro está inundado de cortisol (hormona del estrés) no escucha, no ve, no aprende. Está literalmente borracho de negatividad y nuestras palabras serán incluso contraproducentes, aún en el caso de que remotamente sean escuchadas.

El abrazo, si se deja, el acompañamiento tranquilo y silencioso, las palabras calmadas que no buscan culpables ni respuestas, hacer un chiste, unas cosquillas, ayudan a ir recuperando un estado donde sí será posible entenderse y tal vez, aprender algo.

Una comunicación efectiva, tras un conflicto requiere pautas muy sencillas pero que solo fluyen desde un estado de ánimo sereno y con ganas de construir:
  • Pedir al niño que describa lo ocurrido y escuchar sin corregirle, sin juzgarle.
  • Si no es capaz de hacerlo (por edad, por falta de recursos lingüísticos, etc.), ayudarle a la reconstrucción de lo que ocurrió, tratando de bajar el lenguaje de forma que nos podamos entender.
  • Que intente identificar la emoción que le llevó a hacerlo y la que sintió después de haberlo hecho: “me enfadé tanto con mi hermano que le di con la caja”.
  • Reconocer la emoción y darle importancia. No queremos inhibir el sentir, sino enseñarles a identificar sus emociones para poderlas manejar. No está mal sentir cualquier cosa, es parte de la naturaleza humana y juzgarlas como malas o buenas invita a la culpa e impide su canalización.
  • Explicarle cómo nos hemos sentido nosotros frente a su mal comportamiento, con palabras certeras, llamando a cada emoción por su nombre: frustrado, enfadado, triste… Desde el “yo me he sentido”, jamás utilizaremos “me has hecho sentir”. Debes hacerte cargo de tus emociones, son tuyas, no suyas. Bastante tiene él o ella con empezar a conocerlas como para además ocuparse de las tuyas. Se supone que eres el que tiene la mayor cantidad de información.
  • Ayudarle a empatizar, buscando ejemplos muy cercanos, cotidianos, que le conecten con una emoción parecida. Sirven los dibujos animados, los cuentos, algún incidente en clase… Recordemos que para educar necesitamos altas dosis de creatividad.
  • Algunas veces, tal vez más de las que nos damos cuenta, el conflicto se puede evitar. Ello implica estar presente, estar atento, y ser capaz de adelantarse a la situación. Y aquí quiero hacer una aclaración: la profecía autocumplida.
  • Prevenir un conflicto no significa decir “cuidado porque se te va a caer el agua”, porque hay muchas más posibilidades de que se caiga después de haberlo advertido. La profecía autocumplida es una predicción que, una vez hecha, es en sí misma la causa de que se haga realidad.
  • La prevención en este caso es evitar la situación que hará más que posible que “se le caiga el agua”: acción, no reacción.
  • Otra cosa a tener en cuenta cuando educamos es saber que nuestro cerebro tiene serias dificultades para procesar el “No”. Por tanto, tengo muchas más opciones de ser escuchado cuando enuncio frases en positivo que en negativo: “no debes pegar a tu hermano” es mucho menos eficaz que “me gustaría que cuidaras a tu hermano un poco más”… hay mil ejemplos.
  • Tener conciencia de que costará una y mil veces aprenderlo, de que parecerá que no ha servido de nada. Estamos sembrando, compañeros, estamos sembrando. Grandes dosis de paciencia, dije al principio. También para no caer en la inmediatez de algo tan difícil.
  • Reconoceremos cada éxito, pero también (o más) cada intento. Y, si es posible, haremos una “marcha atrás” donde le damos al botón que vuelve a empezar para darles la oportunidad de hacerlo de otra manera, con la nueva, con la recién aprendida.
  • El sentido del humor es un maravilloso comodín a la hora de educar. La risa desbloquea y sustituye el cortisol por endorfinas, creando un cerebro abonado para el aprendizaje, el que perdura. Solo aprendemos aquello que está asociado a una emoción. Entonces, tratemos de hacerlo en positivo.
  • Confía, confía, confía… si mandas el mensaje emocional de que no crees que será capaz de cambiar, de hacerlo mejor, no lo hará. Y lo peor, esa sensación le acompañará el resto de su vida. Te necesita para construirse. CONFÍA, con el corazón, con honestidad. Tiene todo el potencial para hacerlo, solo necesita tu mirada positiva.
  • Recuerda lo hablado o vuelve a hablarlo las veces que hagan falta, cada vez que lo necesite. Sin caer en el hastío, en el “ya te lo he dicho” o peor, en el “te lo dije”.
  • Es esencial también tomar conciencia de que esto es una carrera de fondo, de que somos padres y educadores 24 horas al día siete días a la semana y que nadie hemos aprendido en un solo ensayo. Que es más fácil enseñar a leer o a hacer un logaritmo que enseñar comunicación emocional, estrategias de aprendizaje vital, recursos para preservar y construir su autoestima, poner los andamiajes del adulto feliz y pleno que pretendemos sea algún día.
No debemos nunca olvidar que están aprendiendo cómo vivir y construyendo como ser, sin apenas recursos, inundados de estímulos y de emociones intensas. Le educación emocional le enseñara a ser quien quiera ser, en libertad, sin depender de los otros en su trayecto personal y vital.

Fuente:

El País (España)

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