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15 de julio de 2010

Jueves, 15 de julio de 2010

La niña que regresó del frío

(O cómo regresar de la muerte por bajas temperaturas)

En el invierno de 2001, siendo 24 de febrero, una bebé canadiense de trece meses llamada Erika Nordby cometió la mayor travesura de su corta vida; la clase de trastada infantil que debería haberla matado sin remisión. Mientras su madre dormía, Erika se escapó de la cuna y de la casa por la puerta trasera. Fuera, hacían veinticuatro grados bajo cero y ella ya no fue capaz de encontrar el camino de regreso al calor del hogar. Sólo llevaba puesto su pañal por toda protección.

La encontraron cuatro horas después convertida en un minúsculo montoncito de carne azul en medio de la nieve y el hielo, con una temperatura corporal de 16 ºC. Estaba, por supuesto, clínicamente muerta; llevaba al menos dos horas en parada cardiorrespiratoria. Pero como un intento in extremis de resucitación cardiopulmonar obtuvo algún resultado, la enviaron con la máxima urgencia al Hospital Universitario de Alberta en Edmonton. Allí, con técnicas de medicina intensiva avanzada y amplia experiencia en casos de hipotermia, consiguieron sacarla adelante.

Hoy en día, Erika tiene diez años y no recuerda nada, pues era demasiado pequeña para recordar; pero está bien, no le falta ninguna extremidad y no le han quedado secuelas. Como siempre en estos casos se habló de milagro (entonces, ¿estos otros qué fueron?) y hasta le dedicaron una canción. Erika gateó al frío, murió y regresó de entre los muertos agarrada a la mano de la ciencia. Y ella, a cambio, le hizo un regalo a la ciencia: la demostración palmaria de que es posible morir de frío y retornar sin daños significativos. De que, en último término, la animación suspendida podría tener alguna posibilidad más allá de la pura ciencia-ficción.

Morir y no-morir de frío


Por supuesto, el caso de Erika no es único; pero sí, con mucha probabilidad, el mejor documentado y más extremo. En 2006, por ejemplo, un funcionario japonés llamado Mitsutaka Uchikoshi se fue con unos colegas a hacer una barbacoa en lo alto de los Montes Rokkō –un destino habitual para excursionistas–. Cuando llegó la hora de bajar los demás lo hicieron en teleférico, pero él decidió darse un paseo por la nieve hasta el valle. Uno podría pensar que el señor Uchikoshi, de 35 años de edad, se había pasado un pelín con el sake; aunque según los médicos sólo consumió agua mineral junto con el resto de productos propios de una barbacoa. El caso es que se perdió, resbaló sobre el hielo y se partió la pelvis. Lo encontraría un montañero veinticuatro días después, ensangrentado y medio sepultado por la nieve.

Sin embargo, Mitsutaka no estaba muerto. Debería haber muerto por al menos media docena de razones –entre ellas hipotermia, deshidratación, hemorragia interna, embolismo graso e inanición– pero presentaba algo de pulso, muy débil, y una temperatura corporal de 22 ºC. Trasladado a un hospital de Kobe, se repuso también por completo de sus lesiones y de haber estado expuesto a la intemperie con temperaturas tan bajas. En su caso no llegó a morir como la pequeña Erika –mantenía la actividad cardiopulmonar, aunque reducida a un mínimo–; lo cual es, si nos ponemos, casi aún más asombroso. Según sus declaraciones, "al segundo día, el sol se había ido... Estaba en un campo, y me sentía muy bien. Eso es lo último que recuerdo."

Los casos de Erika y Mitsutaka son excepcionales. Lo normal en semejantes circunstancias es morir definitivamente: la exposición al frío extremo puede acabar con una persona incluso en pocos minutos. Al menos hasta hace algún tiempo, los procedimientos operacionales de la OTAN para tiempos de guerra sólo contemplaban la búsqueda de un piloto derribado sobre el Atlántico Norte en invierno durante un máximo de una hora; prolongarla más sería una pérdida inútil de tiempo y recursos muy necesarios durante un gran conflicto, pues sin duda el pobre tipo estaría ya pajarito, sumergido en agua a cerca de 0 ºC.

En general, la hipotermia es un viejo enemigo que se nos lleva con facilidad y una extraña dulzura, esa sensación de bienestar que mencionó nuestro superviviente nipón. Se ha llamado de siempre la muerte dulce, pues al parecer hay un momento en que se deja de sentir el frío atroz y éste se ve reemplazado por una especie de fuerte borrachera muy agradable –señal de que te estás muriendo–. No es raro encontrar a los congelados con una sonrisa en la cara, que muchos creen rictus, pero según quienes han logrado sobrevivir se correspondería más bien a ese singular colocón. Y sin ropa: por algún motivo cerebral desconocido, tendemos a desnudarnos paradójicamente cuando nos estamos muriendo de frío.

Más allá de la muerte clínica –el momento en que se interrumpe la actividad cardiopulmonar– los tejidos congelados tardan bastante en morir del todo. En realidad, lo que ocurre cuando nos congelamos es una progresiva ralentización y finalmente paralización de los procesos metabólicos que nos mantienen vivos pero también de los de la muerte (pues unos y otros no son sino reacciones químicas que sólo pueden ocurrir dentro de un determinado rango de temperaturas, como cualquier otra). Con lo cual estamos ante una especie de parálisis inducida, que permite a algunos animales adaptados evolutivamente congelarse y descongelarse con normalidad.

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La Pizarra de Yuri
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